lunes, 26 de septiembre de 2011

UNA JAULA DE LOROS

            No es que uno reciba mucha correspondencia que digamos. Ya me gustaría. Vamos, correspondencia, lo que se dice correspondencia de puño y letra, prácticamente ninguna. Todo se reduce, imagino que como a la mayoría de ustedes, a folletos publicitarios, avisos de pagos, comunicaciones de los bancos que únicamente valen para justificar comisiones, y pare usted de contar.
 Sin embargo, hace pocos días recibí una carta que me dejó un tanto descolocado. Una vez leída les confieso que mi primera reacción fue mirar el destinatario de la misma un par de veces. Pero no, no había duda: era para mí.
La misiva cumplía todos los requisitos exigibles a cualquier carta que se precie. Es decir, el conjunto estaba formado por un sobre normalizado, un sello de 35 pelas, una postal en su interior -con la foto de un gato que se dispone a escribir sentado en un columpio-, los datos del destinatario señalados con claridad y, lo más importante, un texto escrito. Pero nada de muchas letras. Qué va. Tampoco empezaba diciendo: Espero que al recibo de ésta bla, bla, bla. Ni hablar del peluquín. Se podría haber escrito más extenso pero no más claro: “Gracias por escuchar”. Sí, eso era todo lo que había escrito; gracias por escuchar. Ya ven, sorpresas te da la vida, me daban las gracias por escuchar. Por nada más y nada menos, que por escuchar. Bonito ¿verdad?
Estamos tan poco habituados a practicar la virtud de escuchar que cuando lo hacemos hasta nos lo agradecen. Es como si sólo nos interesara hablar y hablar. Ser los protagonistas, el centro de atención. Qué tonto somos. Hasta la televisión, que más que prestarle oídos parece que se los hemos regalado, nos bombardea con anuncios tipo: Lo importante es poder hablar.  No lo pienses, háblale. Etc.
 Rizando el rizo, nos ponen anuncios de vacas que nos hablan sobre el tipo de leche que debemos consumir. A bebés que hablan sobre las cualidades de los jabones. Y como remate a la locura total, jíñate, hay uno de un niño al que sus profesores castigan por hablar sobre lo que le costó el coche a su papá. Al chaval, ni lo escuchan ni le dejan hablar. Hay que joderse. Hablar, hablar y hablar, pero sobre todo; no escuchar.
Sería buena idea que empecemos a ejercitar este arte ¿Se escuchan las parejas, los compañeros,  los amigos? ¿De verdad escuchamos a nuestros hijos? ¿Escuchan los maestros a sus alumnos? ¿La Administración a los maestros?
Para escuchar realmente, hace falta mucho más que un par de orejas. Tampoco hay que esperar  que se dirijan específicamente a nosotros para que escuchemos. Ni siquiera el mensaje tiene que ser platicado, hay gestos y miradas que hablan por sí solos. Depende de nosotros querer escucharlos o no. ¿La señora mayor que sube al autobús donde están todos los asientos ocupados, tiene que verbalizar la necesidad de ir sentada?
Para que se produzca una comunicación básica, al menos necesitamos un emisor y un receptor. Difícilmente se podrá establecer una comunicación racional entre dos emisores, incluso si uno de ellos está callado. El hecho de estar en silencio no nos convierte necesariamente en receptores. Las cosas no siempre son lo que parecen ¿Somos más cultos por pasear un libro bajo el brazo? ¿Es mejor padre quien sólo ejerce autoridad con su hijo? ¿Un buen maestro es aquel que mantiene en fila y en silencio a los alumnos? ¿Son nuestros adolescentes violentos por llevar el pelo corto y pendiente?
Lo que importa es nuestra disposición a ser receptores, a escuchar el mensaje con atención, a tener paciencia cuando escuchamos. De lo contrario nos puede ocurrir como a aquél que explicaba en qué consistía su trabajo de interprete: “Tú me dices una cosa a mí, y yo se la digo a aquél”, en ese punto y sin más le dijeron: Tú lo que eres, es un chivato.
Si escuchamos, descubriremos que hay otros que también tienen cosas que decirnos.
¿Mande?

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