martes, 1 de abril de 2014

CANELO Y LA CIUDAD IMAGINADA


Canelo es uno de esos perros que nacen con el nombre puesto. Es  callejero por voluntad propia. Decidió que su mundo sería más grande que aquella residencia en la que, a partes iguales, recibía caricias de compromiso y patadas de convicción. Así que, un día de los muchos que vio la puerta entreabierta, se apresuró a subir las escaleras para despedirse de Juancho; el loro con el que había compartido morada algunos años. Se situó bajo la jaula y le dedicó un par de ladridos a modo de despedida. Éste pareció no hacerle mucho caso, pero sí dejó caer unas pipas peladas. Canelo supuso que no había entendido que era una despedida. Se las comió y se marchó. De haber sabido que esas pipas eran las más grandes que Juancho había tenido en su poder, y que guardaba para una ocasión especial, no le habría cabido ninguna duda de que sí había entendido que su amigo se marchaba para siempre. Y con lo puesto -que era fina correa de cuero sucio al cuello-, Canelo salió a su nueva vida.

Le faltaban ojos y orejas para abarcar toda aquella inmensidad que se había presentado ante sus ojos. Nada era del todo nuevo para él. Desde la ventana de la casa en la que había nacido, y siempre que podía, observaba la actividad exterior. Le gustaba el rodar de los coches, el caminar de la gente, los sonidos, las luces, el día, la noche… Todo. Por tanto, ahora estaba en la calle por primera vez, pero era casi como si toda su vida se hubiese desarrollado en ese espacio sin paredes.

Estaré bien. Aquí fuera todo será más justo, bonito y placentero – se dijo.

La primera noche que tuvo que pasar en soledad le fue bastante mal. No encontró el lugar adecuado, ya que  fue desplazado un par de veces por personas que no quisieron compartir el lugar que había encontrado antes que ellas. Otros lugares estaban sucios o mojados. Así que siendo aún de noche, ya estaba caminando.

Y así, sin rumbo, fue notando cómo la ciudad se iba despertando. Personas, coches, autobuses, camiones, motos…, fueron apareciendo en una carrera frenética. A dónde irían tan deprisa?

El perro color canela fue recorriendo calles y zonas de la ciudad. En unas encontró soledad, pero eran muy bonitas, con jardines y mucha limpieza, y espacios libres. Pero éstas eran pocas y en zonas determinadas de la ciudad. Incluso en alguna de ellas le costó trabajo entrar porque alguien le impidió el paso lanzándole una piedra que casi le da en todo el lomo.

También recorrió lugares que eran más bulliciosos y en los que había más gente por sus calles. Curiosamente, estos lugares no disponían de tanta zona verde, ni estaban tan limpios. Canelo, que era perro, pero no tonto. No entendía cómo una zona en la que hay mucha gente viviendo tiene menos comodidades que otras que están prácticamente solitarias.  Pero era así. Lo estaba viendo. Aquí no había restricción a la hora de acceder a estos barrios. No había nadie apostado que lanzara piedras a dar, ni vallas de acceso. No obstante la gente no se fijaba mucho en él. A la hora de buscar algo para llevarse a la boca no tuvo muchos problemas, había suficiente comida tirada por el suelo como para alimentar a toda una familia de canes hambrientos. También le llamó la atención la falta de comunicación que la gente tenía. Se cruzaban sin decirse nada, apenas un pequeño murmullo en el mejor de los casos.

Pero, sin duda, lo que más le llamó la atención, fueron esas otras zonas de la ciudad en las que realmente se hacía difícil entender que ahí viviesen personas. De no ser por unas cuantas casitas que parecían de juguete y otras cosas que suelen usar los humanos (chatarra y coches de lujo, sobretodo), se diría que aquello era un vertedero. Aquí no es que hubiese comida tirada, que no la había, es que todo lo que sobraba en la ciudad, se diría que lo habían dejado en aquellas calles minúsculas. Incluidas algunas personas.

Ante este panorama, nuestro amigo se empezó a preguntar si abandonar su casa había sido una buena idea.

Siguió vagando por la ciudad y llegó a un lugar, apartado también, pero con unas construcciones extrañas. Se veían concentraciones de personas charlando o entrando a una casa muy grande. La curiosidad hizo que se dirigiera hacia ellos.

La gente se saludaba, y se reían mientras iban pasando a una gran sala que presidía un enorme Cristo crucificado. Esta figura la conocía porque era igual a las que había por toda la casa en la que vivió antes. Además, también creía saber para qué servían estas figuras: Si hacías algo malo y te ponías delante de ella y te tocabas: la frente, la barriga, y los hombros (primero uno y luego el otro). Ya no era tan malo. Lo sabía porque casi todos los días veía al hombre y la mujer hacerlo tras las palizas mutuas o a los demás. Juancho y él incluidos.

Pobre, qué estará haciendo ahora?

El caso es que Canelo llegó el último a aquella gran sala llena de grandes sillas de madera y se instaló bajo el sexto banco a la derecha del Cristo crucificado que la presidía. Al principio permaneció en una postura recostada, pero para cuando el oficiante permitió que la gente se sentara, él ya estaba completamente tendido y disfrutando el fresquito del suelo. Permaneció inalterable a pesar de las indicaciones del sacerdote.

-De píe.

-De eso nada –se dijo.

-Pueden sentarse

-Ni hablar de eso, mejor tendido.

El único movimiento apreciable que realizó, fue con sus orejas al oír las peticiones de piedad que se realizan durante el ritual religioso. Un acto de atención muy significativo, teniendo en cuenta el concepto de la piedad humana que había conocido.

Exceptuando la cuestión de la postura, Canelo tuvo una conducta de verdadero feligrés. Mejor aún que muchos de los que allí estaban. No dio una sola muestra de inquietud, ni hizo el mínimo ruido.

Cuando se empezó a desalojar la capilla, una vez terminada la misa,  Estaba tan relajado que casi ni se entera de que se quedaba solo, pero, justo antes de eso, levantó la cabeza. Con un lento movimiento de cuello confirmó que, ni de pié, ni sentado y, ni mucho menos tendido, allí quedaba alguien que no fuese él

Se pensó si aprovechar la siguiente reunión para continuar tendido al fresquito. No fue así y, por entre las piernas de la gente, salió del templo. Quería seguir buscando su ciudad imaginada tantas veces.

El hecho de tener el maxilar inferior en posición más salida que el superior le daba cierto aire de superioridad. Paseaba la mirada despacio. Observaba a todo y todos, aunque con una mirada tranquila, pero triste.

Divisó un grupo de esos artilugios de dos ruedas, que tanto gustan a los jóvenes, aparcadas cerca de donde él se encontraba. Decidió ir a observar más cerca esas máquinas tan fantásticas, sin darse cuenta de que un chico de semblante triste, muy triste; le estaba observando.

Mientras Canelo se dirigía hacia las motos alguien dijo: Mira el perrito, qué lástima.

Entonces el chico se quitó las gafas que ocultaban unos ojos enrojecidos por el llanto y comprobó que Canelo centraba su  mirada. Primero en una bandada de gaviotas que, dirección al mar, regresaban  del vertedero de basura del que se habían acostumbrado a comer. Y luego en el grupo de adolescentes que, con los cascos de la moto en el brazo, lloraban la pérdida de uno de sus amigos en accidente de tráfico.

El chucho se rascó la oreja, dio media vuelta moviendo el rabo como si le dijese adiós a sus sueños de búsqueda, y se volvió a meter en la capilla.

Pobre Canelo –pensaba Juancho-, dónde estará?

Vaya mierda, si llego a saber antes todo esto, me quedo en la casa. –se dijo el chucho.