viernes, 24 de octubre de 2014

HAY DIAS...



Me gusta bromear con un buen amigo diciéndole: “Que tiemble la derecha, mi carrera política se reactiva!!”.  Claro, él piensa que mi partido (el que me largó de las listas sin decirme ni pio), me ofrece algo de representación. Ahí es cuando sonrío y le digo: “Mucho mejor, me han elegido presidente de mi comunidad”. Ahí acaba todo, pero nos vale para echarnos unas risas. No he visto dos tipos en mi vida que se rían más de ellos mismos. Lástima que cargo público y posiblemente amoríos de media distancia, nos priven de esos momentos de antaño.

Sin embargo, ese coñazo que supone ser presidente de tu comunidad de vecinos, me propuse que fuese una oportunidad para “hacer algo más”. Ya que hay que ser presidente por un período, seámoslo con todas sus consecuencias. Me dije. Así que, ahí me tienen recorriendo el edificio, tomando nota de todo lo que estaba mal. Apuntando iniciativas futuras. Abriendo puertas sin cerradura y cerrando puertas sin llaves… Ya saben, qué les voy a contar.

Entre las iniciativas que me propuse fue la de racionalizar el gasto. Suprimir todo lo superfluo. Apagar luces encendidas de día, cambiar bombillas antiguas, renegociar contratos de mantenimiento y administración…, en fin; un curro. Y entre ellos, el de normalizar el servicio de mantenimiento y limpieza. De vez en cuando aparecían por allí algunos operarios con contratos de unas pocas horas a la semana, que -seguro-, echaban el mismo tiempo en las labores como en los desplazamientos. Ya saben, hay trabajos a los que te cuesta el dinero ir. Así que me dije: Contratemos a una persona que esté aquí de lunes a viernes en horario de 08’00 a 13’00 (no podemos pagar más). Y… dicho y hecho. Ya está esa persona en la comunidad trabajando. Todo, a pesar de haberme enterado semana y pico más tarde de lo comprometido con la empresa de servicios. Lo ideal hubiese sido estar allí el primer día de trabajo de esa persona para darle la bienvenida y departir un poco con ella sobre las cuestiones laborales. Pero la empresa incumplió lo acordado para el día de la incorporación. En fin.

Así que, hoy, para cumplir con ese deber de la bienvenida con la persona y para darle una llave del edificio, he esperado al inicio de su jornada laboral. Y ahí apareció: Un chaval con cara de niño con su uniforme y tirando de un carrito de limpieza. Su cara me sonaba, y fue él quien me dijo: “Yo a usted lo conozco; He jugado al baloncesto con su hijo mayor y usted me dio clases de música en el Colegio Ciudad de Jaén. Además vivo en Churriana. Llevaba tres años parado y…”

Ni se imaginan la alegría que ese chico me ha dado esta mañana. Es una gilipollez, lo sé; pero creo que ahora estoy contento de ser el presidente de mi comunidad. Hemos estado hablando un rato  en una terraza mientras amanecía. Luego de darle la bienvenida y ponerme a su disposición, he enfilado el camino para mi trabajo. Contento. Sonriente.

Mientras conducía no dejaba de repetirme: “Por mi implicación, iniciativa y estudio de los recursos y necesidades de un colectividad; he podido crear un puesto de trabajo con un sueldo digno.”

Lo que no pude (o no supe, quien sabe), conseguir en 7 años de concejal; lo he hecho en tres meses como presidente de una comunidad de vecinos. La vida te da sorpresas. Pero, insisto, hay días que sí merecen la pena. Hoy es uno de ellos

 

 

Luis Navajas

martes, 1 de abril de 2014

CANELO Y LA CIUDAD IMAGINADA


Canelo es uno de esos perros que nacen con el nombre puesto. Es  callejero por voluntad propia. Decidió que su mundo sería más grande que aquella residencia en la que, a partes iguales, recibía caricias de compromiso y patadas de convicción. Así que, un día de los muchos que vio la puerta entreabierta, se apresuró a subir las escaleras para despedirse de Juancho; el loro con el que había compartido morada algunos años. Se situó bajo la jaula y le dedicó un par de ladridos a modo de despedida. Éste pareció no hacerle mucho caso, pero sí dejó caer unas pipas peladas. Canelo supuso que no había entendido que era una despedida. Se las comió y se marchó. De haber sabido que esas pipas eran las más grandes que Juancho había tenido en su poder, y que guardaba para una ocasión especial, no le habría cabido ninguna duda de que sí había entendido que su amigo se marchaba para siempre. Y con lo puesto -que era fina correa de cuero sucio al cuello-, Canelo salió a su nueva vida.

Le faltaban ojos y orejas para abarcar toda aquella inmensidad que se había presentado ante sus ojos. Nada era del todo nuevo para él. Desde la ventana de la casa en la que había nacido, y siempre que podía, observaba la actividad exterior. Le gustaba el rodar de los coches, el caminar de la gente, los sonidos, las luces, el día, la noche… Todo. Por tanto, ahora estaba en la calle por primera vez, pero era casi como si toda su vida se hubiese desarrollado en ese espacio sin paredes.

Estaré bien. Aquí fuera todo será más justo, bonito y placentero – se dijo.

La primera noche que tuvo que pasar en soledad le fue bastante mal. No encontró el lugar adecuado, ya que  fue desplazado un par de veces por personas que no quisieron compartir el lugar que había encontrado antes que ellas. Otros lugares estaban sucios o mojados. Así que siendo aún de noche, ya estaba caminando.

Y así, sin rumbo, fue notando cómo la ciudad se iba despertando. Personas, coches, autobuses, camiones, motos…, fueron apareciendo en una carrera frenética. A dónde irían tan deprisa?

El perro color canela fue recorriendo calles y zonas de la ciudad. En unas encontró soledad, pero eran muy bonitas, con jardines y mucha limpieza, y espacios libres. Pero éstas eran pocas y en zonas determinadas de la ciudad. Incluso en alguna de ellas le costó trabajo entrar porque alguien le impidió el paso lanzándole una piedra que casi le da en todo el lomo.

También recorrió lugares que eran más bulliciosos y en los que había más gente por sus calles. Curiosamente, estos lugares no disponían de tanta zona verde, ni estaban tan limpios. Canelo, que era perro, pero no tonto. No entendía cómo una zona en la que hay mucha gente viviendo tiene menos comodidades que otras que están prácticamente solitarias.  Pero era así. Lo estaba viendo. Aquí no había restricción a la hora de acceder a estos barrios. No había nadie apostado que lanzara piedras a dar, ni vallas de acceso. No obstante la gente no se fijaba mucho en él. A la hora de buscar algo para llevarse a la boca no tuvo muchos problemas, había suficiente comida tirada por el suelo como para alimentar a toda una familia de canes hambrientos. También le llamó la atención la falta de comunicación que la gente tenía. Se cruzaban sin decirse nada, apenas un pequeño murmullo en el mejor de los casos.

Pero, sin duda, lo que más le llamó la atención, fueron esas otras zonas de la ciudad en las que realmente se hacía difícil entender que ahí viviesen personas. De no ser por unas cuantas casitas que parecían de juguete y otras cosas que suelen usar los humanos (chatarra y coches de lujo, sobretodo), se diría que aquello era un vertedero. Aquí no es que hubiese comida tirada, que no la había, es que todo lo que sobraba en la ciudad, se diría que lo habían dejado en aquellas calles minúsculas. Incluidas algunas personas.

Ante este panorama, nuestro amigo se empezó a preguntar si abandonar su casa había sido una buena idea.

Siguió vagando por la ciudad y llegó a un lugar, apartado también, pero con unas construcciones extrañas. Se veían concentraciones de personas charlando o entrando a una casa muy grande. La curiosidad hizo que se dirigiera hacia ellos.

La gente se saludaba, y se reían mientras iban pasando a una gran sala que presidía un enorme Cristo crucificado. Esta figura la conocía porque era igual a las que había por toda la casa en la que vivió antes. Además, también creía saber para qué servían estas figuras: Si hacías algo malo y te ponías delante de ella y te tocabas: la frente, la barriga, y los hombros (primero uno y luego el otro). Ya no era tan malo. Lo sabía porque casi todos los días veía al hombre y la mujer hacerlo tras las palizas mutuas o a los demás. Juancho y él incluidos.

Pobre, qué estará haciendo ahora?

El caso es que Canelo llegó el último a aquella gran sala llena de grandes sillas de madera y se instaló bajo el sexto banco a la derecha del Cristo crucificado que la presidía. Al principio permaneció en una postura recostada, pero para cuando el oficiante permitió que la gente se sentara, él ya estaba completamente tendido y disfrutando el fresquito del suelo. Permaneció inalterable a pesar de las indicaciones del sacerdote.

-De píe.

-De eso nada –se dijo.

-Pueden sentarse

-Ni hablar de eso, mejor tendido.

El único movimiento apreciable que realizó, fue con sus orejas al oír las peticiones de piedad que se realizan durante el ritual religioso. Un acto de atención muy significativo, teniendo en cuenta el concepto de la piedad humana que había conocido.

Exceptuando la cuestión de la postura, Canelo tuvo una conducta de verdadero feligrés. Mejor aún que muchos de los que allí estaban. No dio una sola muestra de inquietud, ni hizo el mínimo ruido.

Cuando se empezó a desalojar la capilla, una vez terminada la misa,  Estaba tan relajado que casi ni se entera de que se quedaba solo, pero, justo antes de eso, levantó la cabeza. Con un lento movimiento de cuello confirmó que, ni de pié, ni sentado y, ni mucho menos tendido, allí quedaba alguien que no fuese él

Se pensó si aprovechar la siguiente reunión para continuar tendido al fresquito. No fue así y, por entre las piernas de la gente, salió del templo. Quería seguir buscando su ciudad imaginada tantas veces.

El hecho de tener el maxilar inferior en posición más salida que el superior le daba cierto aire de superioridad. Paseaba la mirada despacio. Observaba a todo y todos, aunque con una mirada tranquila, pero triste.

Divisó un grupo de esos artilugios de dos ruedas, que tanto gustan a los jóvenes, aparcadas cerca de donde él se encontraba. Decidió ir a observar más cerca esas máquinas tan fantásticas, sin darse cuenta de que un chico de semblante triste, muy triste; le estaba observando.

Mientras Canelo se dirigía hacia las motos alguien dijo: Mira el perrito, qué lástima.

Entonces el chico se quitó las gafas que ocultaban unos ojos enrojecidos por el llanto y comprobó que Canelo centraba su  mirada. Primero en una bandada de gaviotas que, dirección al mar, regresaban  del vertedero de basura del que se habían acostumbrado a comer. Y luego en el grupo de adolescentes que, con los cascos de la moto en el brazo, lloraban la pérdida de uno de sus amigos en accidente de tráfico.

El chucho se rascó la oreja, dio media vuelta moviendo el rabo como si le dijese adiós a sus sueños de búsqueda, y se volvió a meter en la capilla.

Pobre Canelo –pensaba Juancho-, dónde estará?

Vaya mierda, si llego a saber antes todo esto, me quedo en la casa. –se dijo el chucho.

 

 

 

viernes, 21 de marzo de 2014

La Venganza. Microcuento.


A la anciana aún le tiemblan las manos cuando sostiene la foto de su familia. Siente tanto escalofrío, como cuando oye el lamento del asesino que, por fin, había podido atrapar. Han sido más de treinta años de soledad, miedo y acecho; pero ahora lo tiene encerrado. Ya no degollará a nadie más.  Esa noche, los sonidos desgarradores y casi suplicantes, parecían intuir el final. Con el poco aliento que le deja su enfermedad terminal, la mujer se levantó, ajustó la dosis de morfina; y  luego cruzó el pasillo, bajó al sótano y mató al prisionero. Ya podría reunirse, en paz, con sus seres queridos. Los aullidos del lobo asesino cesaron.

jueves, 20 de marzo de 2014

LA MIRADA


Suelo fijarme en la gente con la que me cruzo. Me gusta imaginar dónde viven, qué tipo de decoración tendrán en su casa o cómo serán sus vidas. En fin, tonterías de este tipo. Tengo la teoría de que según tu aspecto, como vas vestido y te mueves por la calle entre otra gente; así tienes tu vida organizada. Una gilipollez, pero me hace el camino más entretenido. Pero, a veces, se cruza uno con alguien que parece que va rodeada de un aura especial. Nada de misticismos ni leches. Digo aura como podría decir aire, o contaminación del aire, o polvo en suspensión. Pero sí, seguro que a ustedes también les ha ocurrido alguna vez.

Hace pocos días me pasó otra vez. Una señora aún joven se cruzó en mi camino y me llamó la atención. Tenía una belleza serena, un caminar cansino y una tristeza profunda. Llevaba una bolsa que seguramente contenía algunas piezas de fruta, un botellín de agua y, quizá, algún pastel. Claro que el hecho de que caminara en dirección al centro hospitalario del que yo había salido, ayudaba a suponer tal contenido. Y ahí empecé a imaginar:

Sería una madre de familia a la que la vida, desde hacía ya demasiados años, había empezado a tratar mal. Ahora le había dado un respiro, pero tenía impuesta otra condena que asumía callada. Su casa estaría en una zona de la capital de clase obrera venida a menos. Muy limpia y ordenada. Muebles dignos pero nada de maderas nobles. Tendría la parejita de hijos. Una chica que estudia en la Universidad (seguramente en su último año de carrera), y un chico que se había desvelado como un gran estudiante de Bachillerato, pero que no le estaban yendo muy bien las calificaciones últimamente. Haría poco que se habrían cumplido sus bodas de plata. Veinticinco años de matrimonio, aunque solo quiere recordar los años de noviazgo. Luego, todo cambió.

Dejó su trabajo y sueños para dedicarse a una empresa familiar, que la crisis y la mala cabeza de su marido, se había llevado por delante. Seguramente esa sería una causa más de su tristeza y de que a José, su marido, hubiese sufrido un problema de salud que lo tiene prácticamente paralizado. Ella lo visita todos los días y se sienta en la butaca de la habitación de la planta hospitalaria a esperar.

Espera que pasen las horas y que su marido -cuando recupere el habla-,  se digne decirle algo. Pero algo de lo que espera le digan de una puta vez. Ella quiere oír que le pide perdón por todo el sufrimiento que soporta. Por tantos empujones y gritos. Por tanto tragar para que la cosa no fuese a mayores, sobretodo en presencia de sus hijos.

Por supuesto que, de vez en cuando, se pregunta si no sería mejor que su sin vivir terminara allí. Que hubiese una complicación y… Pero esa idea la desecha inmediatamente. Nadie se merece que alguien desee un mal para ella. Y, así, pasa todas las horas que puede junto a José.

Luego, cuando termine la hora de visita, volverá sobre sus pasos y tomará el autobús que la llevará a su casa. Sus hijos ya habrán puesto la mesa para cenar algo. Poco.  Y ella les contará que su padre está mejorando, pero muy lentamente. Que ya le ha sonreído y le ha parecido que se ha puesto muy contento al ver la foto del cumpleaños del sobrino, en la que aparecían ellos. Luego les dirá algunas mentiras más sobre la situación de su padre, y que sigue siendo mejor, por prescripción médica, que aún no vayan a verlo para evitar emociones fuertes.

Todo, para no contarles que José, sí que la mira, y que ella sabe lo que le está diciendo con esa forma de mirar. Ya lo ha vivido muchas veces. Así que evitará, como siempre ha hecho, que éstos puedan ver una mirada de odio que, aún en estas circunstancias, está gritando: “Puta, dónde irás tan arreglada”.

Así que, al terminar la cena se irá a la cama fría y soñará con una vida mejor. Porque, hasta ahora, en los sueños nadie le ha gritado, pegado o menospreciado.

Y yo, llego a mi destino y dejo de imaginar cosas de este estilo. Y me culpo por ello. Y me pregunto el porqué de esta triste historia imaginada. ¿Será porque ocurre más a menudo de lo que nos parece?

Será.