A la anciana aún le
tiemblan las manos cuando sostiene la foto de su familia. Siente tanto
escalofrío, como cuando oye el lamento del asesino que, por fin, había podido
atrapar. Han sido más de treinta años de soledad, miedo y acecho; pero ahora lo
tiene encerrado. Ya no degollará a nadie más.
Esa noche, los sonidos desgarradores y casi suplicantes, parecían intuir
el final. Con el poco aliento que le deja su enfermedad terminal, la mujer se
levantó, ajustó la dosis de morfina; y
luego cruzó el pasillo, bajó al sótano y mató al prisionero. Ya podría reunirse,
en paz, con sus seres queridos. Los aullidos del lobo asesino cesaron.
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