viernes, 27 de abril de 2018

EL TAMBOR, LA SIERRA Y EL CURA





               Tengo un amigo, que tiene un amigo, al que siempre le gustó tocar la batería. Y, afortunadamente, durante muchos años pudo vivir de ello.
               Desde muy niño soñó con tener ese maravilloso instrumento a su alcance. Pero éste siempre fue caro. Probó de todo con tal de sentir unas baquetas en sus manos. Sus inicios fueron tocando unos recipientes de detergente de la marca Colón, que una vez terminado el producto, se convertía -dándole la vuelta-, en un magnífico tambor. Incluso para poder tocar los tambores de verdad, se apuntó a una organización juvenil con el ánimo de ser seleccionado para la banda de cornetas y tambores. Pero como era un chico alto, para su edad, lo eligieron para la escuadra de gastadores.
               Así que, sin proponérselo, se vio desfilando por las calles de su ciudad, con toda una procesión detrás a la que marcar camino, portando un macuto enorme lleno de cartones, al que le habían agregado un serrucho, que ya quisiera el mejor leñador de los bosques Canadienses. Sobraba sierra por arriba y por abajo. Ni bromas que tuvo que aguantar con la leche de la herramienta. "Cabo, dame el serrucho pa mi carpintería". "Cabo, ¿no es eso mucho jierro pa ti?" "Cabo, ¿tu padre es carpintero?"... Éstas lindezas, y otras menos adecuadas a un chaval de 11 años, fueron las que tuvo que soportar en parte del recorrido procesional. Bueno, también hubo aplausos cada vez que se daba la vuelta e indicaba al resto de gastadores, que iban a hacer un cruce. Eso gusta mucho a niños y mayores. Ah, también llevaba unas manoplas que, de haber agitado los brazos con la suficiente fuerza y velocidad, habría levantado el vuelo. Seguro.
               El amigo de mi amigo, la primera vez que se sentó en una batería, fue en la boda de un familiar en la que había una orquesta. Cuando terminaron se adueñó de la banqueta y tras un rato admirándola, disfrutando del color de los parches, del brillo de los aros y los platos, de los dibujos del nácar, del olor tan particular que tienen las baterías..., pudo hacer con los pies; "pum pum cha”, “pum pum cha"(el músico ya se había llevado las baquetas), y le pareció tan fácil que creyó que ya podría tocar cualquier tema musical. Qué equivocado estaba. Su pasión por ese instrumento era tal que no cejaría en su empeño.
               Cuando pudo formar parte de un grupo, como tal, tuvo que claudicar y tocar la guitarra eléctrica, pero se pasaba todo el rato mirando los redobles del batería. Y llegó su oportunidad; el batería se fue por considerarse muy superior al resto del grupo (cosa muy normal entre los músicos malos, aunque muy cierto es esa ocasión). Así que dio el salto a su instrumento soñado. Muerto el rey...
               En su barrio eran conocidos por haber formado un conjunto. Y de estar todo el día tocando en portales, patios, la calle…
               Cuentan que una vez, tocando en el patio de una de las casas del barrio, al amigo de mi amigo le llegó una mala noticia; una sentencia de muerte musical. Era obvio que el sonido llegaba a muchas casas de alrededor, y, por lo visto, el hermano de uno del conjunto estaba oyendo desde la suya. Hasta lo que se sabía de él, éste estaba estudiando para ser cura, y no para productor musical, pero en lugar de ofrecerles -como práctica se me ocurre-, una bendición; les dedicó su profecía: "Mi hermano dice que nosotros (por él y el otro guitarra), sí llegaremos a triunfar, pero tú no. Ploff
               ¿Se imaginan lo que significa eso para un adolescente de apenas trece años? Máxime teniendo en cuenta que el juez musical era el hermano mayor. Y ya se sabe si un hermano mayor dice algo... es ley. Realmente le hundió aquella frase. Pero no había más remedio que aguantar el tipo y seguir. Y siguió.
               Los tres, y otros más, compartieron escenarios durante muchos años. Del tema del triunfo nadie habló jamás. Lamentablemente con él acertó de pleno, pero con los otros dos, no. Lo que convierte a la sentencia en un pírrico augurio.
               A lo largo de su carrera musical, que a pesar de los malos augurios, la tuvo y muy prolija por cierto, muchas veces recordó -ya con cariño-, esta anécdota. ¿Qué significa triunfar en la música? Pues supongo que habrá tantas respuestas como músicos. Cada uno tendrá una opinión sobre ello. Dinero, discos, estadios llenos de fans, fama, trabajo, viajes, hoteles... serán respuestas muy lógicas. Pero ¿qué hay del placer de subirse a un escenario? o de notar como se te eriza la piel ante un tema bien ejecutado. ¿Qué tal la certeza de que con tu música notas que la gente siente algo? O de que se divierten bailando con lo que le estás proponiendo. Todo, por no hacer mención al enorme placer que proporcionan los ensayos. El triunfo -si llega el que buscas, y como la vida misma-, si lo valoras por lo que has conseguido de forma material, no es tal.
               A lo largo de su carrera llegó a tocar con muchos músicos, y sacó una conclusión clara: El mejor músico, siempre es la mejor persona. El músico malo, muy malo, es el que se siente superior. El que va dando lecciones de lo que muchas veces ni sabe. El que se compara con el otro y no tiene empacho en decir que él es mejor. El que afirma que te puede dar clases. El que se tira a los pies de la empresa por unas migajas de pan…
               Pero de ésta historia quiere sacar una conclusión: Cuidado con las cosas que se dicen de la otra persona. Los jóvenes, los niños, son como una esponja: lo absorben todo y, aunque no lo parezca, les afecta. Incluso puede llegar a marcarlos muy negativamente en su desarrollo y expectativas.
               El amigo de mi amigo supo sobreponerse a ese mal augurio, que lo condenaría a ser un músico fracasado antes siquiera de intentarlo. Dicen que nunca fue la estrella de un megaconcierto, ni de la televisión, ni nada parecido. Por las circunstancias que ofrecía la música en su época, se decidió por compatibilizar la música con otra actividad laboral. Y, lo más importante; nunca se sintió un fracasado.
               La honestidad con la que abordaba cada tema, el respeto por los compañeros que compartían escenario con él, la claridad con la que se autoevaluaba y la integridad que siempre enarboló a la hora de valorar su trabajo, fueron su seña de identidad.
               Ahora, cuando ve y oye a esos adultos que les exigen a los chavales un nivel (en la música o en lo que sea), para el que aún no están formados, o les vaticinan el fracaso por adelantado, él murmura entre dientes: Por favor, no reflejes tu fracaso en otros.
               Además, el amigo de mi amigo, con el tiempo supo que el hermano de su compañero, realmente no había acertado con él, porque en la vida, no todo es triunfar. De hecho, aquél tampoco llegó a ser cura.

jueves, 26 de abril de 2018

LA RAMA QUE NACIÓ PARA NAVEGAR





El poblado iniciaba su actividad cuando Darbhal salió a disfrutar de la naturaleza. Le gustaba ir a la desembocadura del Aris, y ver aquel espectáculo de un mar embravecido que -en contra de toda naturaleza-, parecía reclamar a las mansas aguas del río, un lugar para subir tierra adentro y explorar la Carishamara. -la madre-tierra. Además, las últimas lluvias habían llenado las charcas de la marisma y se aseguraban un buen año de actividad. Éstas lucirían sus mejores galas para recibir a sus moradores predilectos. Aves que él conocía por su plumaje y fisonomía, y que el pueblo Ákata, conocía como Sithaelas. Las amigas del cielo.
Sithaelas con la cabeza blanca nadando en las charcas, Sithaelas con las patas negras posadas sobre la arena. Sithaelas pescadoras. Sithaelas de pecho azul… De haber nacido en esa otra parte del mundo que él no conocía, pero intuía vivían esos Mohaelas -demonios del cielo, y los Mohatura -demonios del mar-, sabría que aquellas Sithaelas eran la Malvasia cabeziblanca, el Chortilejo Patinegro, el Águila pescadora, el Pechiazul, la Gaviota de Audouin, el Avetorrillo, el Alcatraz… Y que los Mohaelas eran los aviones, y los Mohatura, los barcos que, muy de vez en cuando, aparecían navegando al filo del precipicio del fin del mundo. El fin del Tura -el mar-. El fin de la Carishamara.
La cantidad de alimentos disponibles marcaba el ritmo de la comunidad de los Ákatas -tribu a la que pertenecía Darbhal-. Si había suficiente, el grupo encargado de su avituallamiento no hacía nada. Y en esas estaba Darbhal ese día. Él pertenecía al grupo de los Riaskeri -los guerreros y cazadores-. La comunidad también tenía otros grupos más: Los Turakura, encargados de transportar el agua potable necesaria del río al poblado, y que estaba formado por las mujeres y los niños pequeños. Los Malkatura, o los encargados de hacer la pesca con caña desde la playa o a orillas del río, reservado a ancianos y niños fuertes.
En contra de lo que podría parecer, estas dos últimos grupos tenían muchas más posibilidades de ser atacados y devorados por animales salvajes (o demonios), que los guerreros y cazadores, ya que se movían prácticamente por el mismo territorio y sin llevar las mismas defensas con las que repeler el ataque. A pesar de ello las bajas eran pocas y prácticamente las mismas en todos los grupos, gracias al gran valor con el que los Ákatas -sobre todo las mujeres-, defendían su vida y la de sus hijos. El resto; ancianas, embarazadas, discapacitados y enfermos, atendían sin descanso a las labores del poblado y a cocinar. 
Darbhal, no tenía que realizar un gran desplazamiento desde su poblado a la desembocadura del Aris. Salía poco después del Sholamba -el amanecer-. Y solía regresar a la Shotera -el medio día-. Era una costumbre que, salvo algún percance, todos los miembros de la tribu estuviesen en el poblado entre el Shogordan, la caída del Sho -el Sol-, por el gran abismo del fin del mundo, y el Shopirlatu -la noche-. Si eso no ocurría se preparaba una partida de búsqueda con los jóvenes más fuertes del poblado. Si no había noticias, se presumía que los Mohaelas o los Mohaturas, habían estado de caza. En el peor de los casos también podrían haber sido los Mohacarisha. Los demonios de la tierra. Se abandonaba la búsqueda y, en honor a los desaparecidos, se celebraba un ritual en el que se bebía la Addana. El brebaje que preparaba el hechicero del poblado, con el Addan, una especie de hongo que, al parecer, solo se hacía visible ante su presencia, y que recolectaba en la marisma del Aris. Allí compartía vida con los álamos, los eucalíptos, los tarajes, las eneas, las cañas, los juncos y la ruppia marítima (vegetación sumergida de las lagunas). Y, aunque nadie los vio nunca, tampoco se dudaba de que estuvieran allí, junto a la otra vegetación que sí era visible a todos.
Ese día, la unión de las aguas en el delta, no era nada violenta. Olas que pretendían asaltar el río contra masas de agua tranquila que, tras cada retirada de mar, corrían hacia una playa que se dejaba moldear por ambas aguas.
 Darbhal no se había llevado su Shala. El día soleado no invitaba a pensar en ningún peligro, pero una vez en el camino se arrepintió de no portar su cerbatana. Así que, en el camino intentó buscar algún palo largo que le ayudara por si aparecía algunos de los Mohas temidos. Todo lo que vio le pareció muy frágil, pero siguió hasta llegar al río y disfrutar unas horas de la vitalidad, belleza y fuerza de la naturaleza.
Cuando se disponía a volver al poblado, le llamó la atención una rama corta, delgada y de forma irregular que había en mitad de un talud de arena que se afanaba, sin conseguirlo, en separar las aguas. Juraría que cuando pasó por allí la primera vez, no estaba. Así que imaginó que ella misma se había situado en ese lugar para ser recogida. Por lo que le atribuyó poderes mágicos. Y, dejando volar su imaginación, la cogió y pensó en sus hijos que estaban lejos del poblado, en una jornada de Truakuma. La expedición de caza mayor en tierras lejanas que necesita muchos cambios de luna de viaje, para abastecer al poblado de abundante carne seca y salada. Dirigió su varita hacia la zona de las lejanas montañas tras las cuales estarían ellos, y le pidió que los cuidara para que volviesen sanos y salvos una vez más.
Reconfortado por ello, repitió la operación pensando en gente que quería, y cada vez que lo hacía, dirigía su varita hacia el lugar en donde, más o menos, se encontraba esa persona querida. También lo hizo con su pie izquierdo, que seguía doliéndole desde que se quedó atrapado entre dos grandes raíces mientras huía del Salukampa. El tigre hambriento. Y le pareció que el dolor remitió inmediatamente.
Regresaba contento con su rama seca, a la vez que imaginaba el enorme poder que ahora tenía entre sus manos. No dejaba de pensar dónde la iba a guardar. Estaba convencido de que todos los deseos que tuviese, de aquí en adelante, le serían concedidos con solo desearlo y dirigir la rama al lugar adecuado. Lució una amplia sonrisa al pensar en ello.
Mientras se disponía a cruzar uno de los brazos del río; el más tranquilo y el único que tenía un puente formado por un tronco caído que llegada a ambas orillas, creyó oír una voz susurrante que salía de la rama diciendo: “Tírame al río, mi sueño siempre fue navegar”. Esto le creó dudas sobre si debía hacer caso a lo que le pedían, o a sus deseos de conservar un poder que suponía le daba el conservarla.
Cuando llegó a la mitad del tronco, se paró y miró las aguas marrones. En ese instante concluyó que esa rama seca no estaba destinada a estar guardada en cualquier lugar de su choza. Ni su misión era la de cumplir todos sus deseos. Él ya tenía todo lo que deseaba: Su Akkara -compañera y madre de sus hijos-. Su Theshura -familia-. Su Appakos -su comunidad-, y su Tura -casa-. Y, lo más importante, el amor, respeto, solidaridad, y cariño; que para los Ákatas era fundamental. Ellos no eran un pueblo guerrero, ni invasor. La palabra era su arma más fuerte. Nunca tuvieron conflictos entre ellos, ni contra cualquier grupo de otra tribu que, en jornada de caza, pudiesen aparecer por su territorio. Las historias contadas a la luz de la fogata, siempre hablaban de un pueblo pacífico, que entregaba todo sin esperar nada a cambio. Pero enérgico cuando había que defenderse de ataques. Historias que hablaban de desconfiar de quien dice que viene en son de paz, cuando lleva sus armas preparadas al cinto. Historias que también hablaban de que, al igual que hay que cuidar a la madre naturaleza, hay que cuidar y cultivar -día a día-, los buenos sentimientos hacia el otro.
 Así que levantó su brazo y se dispuso a lanzarla. En ese instante vio una tortuga pequeña que se había asomado a la superficie, como si estuviese buscando algo a lo que asirse. Así que Darbhal, pensó que si lo de la voz fue una sensación equivocada, al menos la tortuga tendría algo a lo que agarrarse. Apuntó y la arrojó hacia la tortuga -que ya se había sumergido antes de que llegara a su altura-. Las tortugas no necesitan nada para agarrase -recordó-.
Y ahí quedó la rama flotando. Navegando. Moviéndose al ritmo de la suave corriente del río. Alejándose de la orilla.
 Y él tomó el sendero que le llevaría a su poblado. Feliz de haber ayudado a una rama pequeña, deformada y seca, a cumplir su sueño.