jueves, 26 de abril de 2018

LA RAMA QUE NACIÓ PARA NAVEGAR





El poblado iniciaba su actividad cuando Darbhal salió a disfrutar de la naturaleza. Le gustaba ir a la desembocadura del Aris, y ver aquel espectáculo de un mar embravecido que -en contra de toda naturaleza-, parecía reclamar a las mansas aguas del río, un lugar para subir tierra adentro y explorar la Carishamara. -la madre-tierra. Además, las últimas lluvias habían llenado las charcas de la marisma y se aseguraban un buen año de actividad. Éstas lucirían sus mejores galas para recibir a sus moradores predilectos. Aves que él conocía por su plumaje y fisonomía, y que el pueblo Ákata, conocía como Sithaelas. Las amigas del cielo.
Sithaelas con la cabeza blanca nadando en las charcas, Sithaelas con las patas negras posadas sobre la arena. Sithaelas pescadoras. Sithaelas de pecho azul… De haber nacido en esa otra parte del mundo que él no conocía, pero intuía vivían esos Mohaelas -demonios del cielo, y los Mohatura -demonios del mar-, sabría que aquellas Sithaelas eran la Malvasia cabeziblanca, el Chortilejo Patinegro, el Águila pescadora, el Pechiazul, la Gaviota de Audouin, el Avetorrillo, el Alcatraz… Y que los Mohaelas eran los aviones, y los Mohatura, los barcos que, muy de vez en cuando, aparecían navegando al filo del precipicio del fin del mundo. El fin del Tura -el mar-. El fin de la Carishamara.
La cantidad de alimentos disponibles marcaba el ritmo de la comunidad de los Ákatas -tribu a la que pertenecía Darbhal-. Si había suficiente, el grupo encargado de su avituallamiento no hacía nada. Y en esas estaba Darbhal ese día. Él pertenecía al grupo de los Riaskeri -los guerreros y cazadores-. La comunidad también tenía otros grupos más: Los Turakura, encargados de transportar el agua potable necesaria del río al poblado, y que estaba formado por las mujeres y los niños pequeños. Los Malkatura, o los encargados de hacer la pesca con caña desde la playa o a orillas del río, reservado a ancianos y niños fuertes.
En contra de lo que podría parecer, estas dos últimos grupos tenían muchas más posibilidades de ser atacados y devorados por animales salvajes (o demonios), que los guerreros y cazadores, ya que se movían prácticamente por el mismo territorio y sin llevar las mismas defensas con las que repeler el ataque. A pesar de ello las bajas eran pocas y prácticamente las mismas en todos los grupos, gracias al gran valor con el que los Ákatas -sobre todo las mujeres-, defendían su vida y la de sus hijos. El resto; ancianas, embarazadas, discapacitados y enfermos, atendían sin descanso a las labores del poblado y a cocinar. 
Darbhal, no tenía que realizar un gran desplazamiento desde su poblado a la desembocadura del Aris. Salía poco después del Sholamba -el amanecer-. Y solía regresar a la Shotera -el medio día-. Era una costumbre que, salvo algún percance, todos los miembros de la tribu estuviesen en el poblado entre el Shogordan, la caída del Sho -el Sol-, por el gran abismo del fin del mundo, y el Shopirlatu -la noche-. Si eso no ocurría se preparaba una partida de búsqueda con los jóvenes más fuertes del poblado. Si no había noticias, se presumía que los Mohaelas o los Mohaturas, habían estado de caza. En el peor de los casos también podrían haber sido los Mohacarisha. Los demonios de la tierra. Se abandonaba la búsqueda y, en honor a los desaparecidos, se celebraba un ritual en el que se bebía la Addana. El brebaje que preparaba el hechicero del poblado, con el Addan, una especie de hongo que, al parecer, solo se hacía visible ante su presencia, y que recolectaba en la marisma del Aris. Allí compartía vida con los álamos, los eucalíptos, los tarajes, las eneas, las cañas, los juncos y la ruppia marítima (vegetación sumergida de las lagunas). Y, aunque nadie los vio nunca, tampoco se dudaba de que estuvieran allí, junto a la otra vegetación que sí era visible a todos.
Ese día, la unión de las aguas en el delta, no era nada violenta. Olas que pretendían asaltar el río contra masas de agua tranquila que, tras cada retirada de mar, corrían hacia una playa que se dejaba moldear por ambas aguas.
 Darbhal no se había llevado su Shala. El día soleado no invitaba a pensar en ningún peligro, pero una vez en el camino se arrepintió de no portar su cerbatana. Así que, en el camino intentó buscar algún palo largo que le ayudara por si aparecía algunos de los Mohas temidos. Todo lo que vio le pareció muy frágil, pero siguió hasta llegar al río y disfrutar unas horas de la vitalidad, belleza y fuerza de la naturaleza.
Cuando se disponía a volver al poblado, le llamó la atención una rama corta, delgada y de forma irregular que había en mitad de un talud de arena que se afanaba, sin conseguirlo, en separar las aguas. Juraría que cuando pasó por allí la primera vez, no estaba. Así que imaginó que ella misma se había situado en ese lugar para ser recogida. Por lo que le atribuyó poderes mágicos. Y, dejando volar su imaginación, la cogió y pensó en sus hijos que estaban lejos del poblado, en una jornada de Truakuma. La expedición de caza mayor en tierras lejanas que necesita muchos cambios de luna de viaje, para abastecer al poblado de abundante carne seca y salada. Dirigió su varita hacia la zona de las lejanas montañas tras las cuales estarían ellos, y le pidió que los cuidara para que volviesen sanos y salvos una vez más.
Reconfortado por ello, repitió la operación pensando en gente que quería, y cada vez que lo hacía, dirigía su varita hacia el lugar en donde, más o menos, se encontraba esa persona querida. También lo hizo con su pie izquierdo, que seguía doliéndole desde que se quedó atrapado entre dos grandes raíces mientras huía del Salukampa. El tigre hambriento. Y le pareció que el dolor remitió inmediatamente.
Regresaba contento con su rama seca, a la vez que imaginaba el enorme poder que ahora tenía entre sus manos. No dejaba de pensar dónde la iba a guardar. Estaba convencido de que todos los deseos que tuviese, de aquí en adelante, le serían concedidos con solo desearlo y dirigir la rama al lugar adecuado. Lució una amplia sonrisa al pensar en ello.
Mientras se disponía a cruzar uno de los brazos del río; el más tranquilo y el único que tenía un puente formado por un tronco caído que llegada a ambas orillas, creyó oír una voz susurrante que salía de la rama diciendo: “Tírame al río, mi sueño siempre fue navegar”. Esto le creó dudas sobre si debía hacer caso a lo que le pedían, o a sus deseos de conservar un poder que suponía le daba el conservarla.
Cuando llegó a la mitad del tronco, se paró y miró las aguas marrones. En ese instante concluyó que esa rama seca no estaba destinada a estar guardada en cualquier lugar de su choza. Ni su misión era la de cumplir todos sus deseos. Él ya tenía todo lo que deseaba: Su Akkara -compañera y madre de sus hijos-. Su Theshura -familia-. Su Appakos -su comunidad-, y su Tura -casa-. Y, lo más importante, el amor, respeto, solidaridad, y cariño; que para los Ákatas era fundamental. Ellos no eran un pueblo guerrero, ni invasor. La palabra era su arma más fuerte. Nunca tuvieron conflictos entre ellos, ni contra cualquier grupo de otra tribu que, en jornada de caza, pudiesen aparecer por su territorio. Las historias contadas a la luz de la fogata, siempre hablaban de un pueblo pacífico, que entregaba todo sin esperar nada a cambio. Pero enérgico cuando había que defenderse de ataques. Historias que hablaban de desconfiar de quien dice que viene en son de paz, cuando lleva sus armas preparadas al cinto. Historias que también hablaban de que, al igual que hay que cuidar a la madre naturaleza, hay que cuidar y cultivar -día a día-, los buenos sentimientos hacia el otro.
 Así que levantó su brazo y se dispuso a lanzarla. En ese instante vio una tortuga pequeña que se había asomado a la superficie, como si estuviese buscando algo a lo que asirse. Así que Darbhal, pensó que si lo de la voz fue una sensación equivocada, al menos la tortuga tendría algo a lo que agarrarse. Apuntó y la arrojó hacia la tortuga -que ya se había sumergido antes de que llegara a su altura-. Las tortugas no necesitan nada para agarrase -recordó-.
Y ahí quedó la rama flotando. Navegando. Moviéndose al ritmo de la suave corriente del río. Alejándose de la orilla.
 Y él tomó el sendero que le llevaría a su poblado. Feliz de haber ayudado a una rama pequeña, deformada y seca, a cumplir su sueño.

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