El poblado iniciaba su actividad
cuando Darbhal salió a disfrutar de la naturaleza. Le gustaba ir a la
desembocadura del Aris, y ver aquel espectáculo de un mar embravecido que -en
contra de toda naturaleza-, parecía reclamar a las mansas aguas del río, un
lugar para subir tierra adentro y explorar la Carishamara. -la madre-tierra. Además,
las últimas lluvias habían llenado las charcas de la marisma y se aseguraban un
buen año de actividad. Éstas lucirían sus mejores galas para recibir a sus moradores
predilectos. Aves que él conocía por su plumaje y fisonomía, y que el pueblo Ákata,
conocía como Sithaelas. Las amigas del cielo.
Sithaelas con la cabeza blanca
nadando en las charcas, Sithaelas con las patas negras posadas sobre la arena.
Sithaelas pescadoras. Sithaelas de pecho azul… De haber nacido en esa otra parte
del mundo que él no conocía, pero intuía vivían esos Mohaelas -demonios del
cielo, y los Mohatura -demonios del mar-, sabría que aquellas Sithaelas eran la
Malvasia cabeziblanca, el Chortilejo Patinegro, el Águila pescadora, el
Pechiazul, la Gaviota de Audouin, el Avetorrillo, el Alcatraz… Y que los
Mohaelas eran los aviones, y los Mohatura, los barcos que, muy de vez en
cuando, aparecían navegando al filo del precipicio del fin del mundo. El fin
del Tura -el mar-. El fin de la Carishamara.
La cantidad de alimentos disponibles
marcaba el ritmo de la comunidad de los Ákatas -tribu a la que pertenecía
Darbhal-. Si había suficiente, el grupo encargado de su avituallamiento no
hacía nada. Y en esas estaba Darbhal ese día. Él pertenecía al grupo de los
Riaskeri -los guerreros y cazadores-. La comunidad también tenía otros grupos
más: Los Turakura, encargados de transportar el agua potable necesaria del río
al poblado, y que estaba formado por las mujeres y los niños pequeños. Los
Malkatura, o los encargados de hacer la pesca con caña desde la playa o a
orillas del río, reservado a ancianos y niños fuertes.
En contra de lo que podría parecer,
estas dos últimos grupos tenían muchas más posibilidades de ser atacados y
devorados por animales salvajes (o demonios), que los guerreros y cazadores, ya
que se movían prácticamente por el mismo territorio y sin llevar las mismas defensas
con las que repeler el ataque. A pesar de ello las bajas eran pocas y prácticamente
las mismas en todos los grupos, gracias al gran valor con el que los Ákatas -sobre
todo las mujeres-, defendían su vida y la de sus hijos. El resto; ancianas,
embarazadas, discapacitados y enfermos, atendían sin descanso a las labores del
poblado y a cocinar.
Darbhal, no tenía que realizar un
gran desplazamiento desde su poblado a la desembocadura del Aris. Salía poco
después del Sholamba -el amanecer-. Y solía regresar a la Shotera -el medio día-.
Era una costumbre que, salvo algún percance, todos los miembros de la tribu
estuviesen en el poblado entre el Shogordan, la caída del Sho -el Sol-, por el
gran abismo del fin del mundo, y el Shopirlatu -la noche-. Si eso no ocurría se
preparaba una partida de búsqueda con los jóvenes más fuertes del poblado. Si
no había noticias, se presumía que los Mohaelas o los Mohaturas, habían estado
de caza. En el peor de los casos también podrían haber sido los Mohacarisha.
Los demonios de la tierra. Se abandonaba la búsqueda y, en honor a los
desaparecidos, se celebraba un ritual en el que se bebía la Addana. El brebaje que
preparaba el hechicero del poblado, con el Addan, una especie de hongo que, al
parecer, solo se hacía visible ante su presencia, y que recolectaba en la
marisma del Aris. Allí compartía vida con los álamos, los eucalíptos, los
tarajes, las eneas, las cañas, los juncos y la ruppia marítima (vegetación
sumergida de las lagunas). Y, aunque nadie los vio nunca, tampoco se dudaba de
que estuvieran allí, junto a la otra vegetación que sí era visible a todos.
Ese día, la unión de las aguas en el
delta, no era nada violenta. Olas que pretendían asaltar el río contra masas de
agua tranquila que, tras cada retirada de mar, corrían hacia una playa que se
dejaba moldear por ambas aguas.
Darbhal no se había llevado su Shala. El día
soleado no invitaba a pensar en ningún peligro, pero una vez en el camino se
arrepintió de no portar su cerbatana. Así que, en el camino intentó buscar
algún palo largo que le ayudara por si aparecía algunos de los Mohas temidos.
Todo lo que vio le pareció muy frágil, pero siguió hasta llegar al río y
disfrutar unas horas de la vitalidad, belleza y fuerza de la naturaleza.
Cuando se disponía a volver al poblado,
le llamó la atención una rama corta, delgada y de forma irregular que había en
mitad de un talud de arena que se afanaba, sin conseguirlo, en separar las
aguas. Juraría que cuando pasó por allí la primera vez, no estaba. Así que
imaginó que ella misma se había situado en ese lugar para ser recogida. Por lo
que le atribuyó poderes mágicos. Y, dejando volar su imaginación, la cogió y
pensó en sus hijos que estaban lejos del poblado, en una jornada de Truakuma.
La expedición de caza mayor en tierras lejanas que necesita muchos cambios de
luna de viaje, para abastecer al poblado de abundante carne seca y salada. Dirigió
su varita hacia la zona de las lejanas montañas tras las cuales estarían ellos,
y le pidió que los cuidara para que volviesen sanos y salvos una vez más.
Reconfortado por ello, repitió la operación
pensando en gente que quería, y cada vez que lo hacía, dirigía su varita hacia
el lugar en donde, más o menos, se encontraba esa persona querida. También lo
hizo con su pie izquierdo, que seguía doliéndole desde que se quedó atrapado
entre dos grandes raíces mientras huía del Salukampa. El tigre hambriento. Y le
pareció que el dolor remitió inmediatamente.
Regresaba contento con su rama seca,
a la vez que imaginaba el enorme poder que ahora tenía entre sus manos. No
dejaba de pensar dónde la iba a guardar. Estaba convencido de que todos los
deseos que tuviese, de aquí en adelante, le serían concedidos con solo desearlo
y dirigir la rama al lugar adecuado. Lució una amplia sonrisa al pensar en
ello.
Mientras se disponía a cruzar uno de
los brazos del río; el más tranquilo y el único que tenía un puente formado por
un tronco caído que llegada a ambas orillas, creyó oír una voz susurrante que
salía de la rama diciendo: “Tírame al río, mi sueño siempre fue navegar”. Esto
le creó dudas sobre si debía hacer caso a lo que le pedían, o a sus deseos de
conservar un poder que suponía le daba el conservarla.
Cuando llegó a la mitad del tronco, se
paró y miró las aguas marrones. En ese instante concluyó que esa rama seca no
estaba destinada a estar guardada en cualquier lugar de su choza. Ni su misión
era la de cumplir todos sus deseos. Él ya tenía todo lo que deseaba: Su Akkara -compañera
y madre de sus hijos-. Su Theshura -familia-. Su Appakos -su comunidad-, y su
Tura -casa-. Y, lo más importante, el amor, respeto, solidaridad, y cariño; que
para los Ákatas era fundamental. Ellos no eran un pueblo guerrero, ni invasor.
La palabra era su arma más fuerte. Nunca tuvieron conflictos entre ellos, ni
contra cualquier grupo de otra tribu que, en jornada de caza, pudiesen aparecer
por su territorio. Las historias contadas a la luz de la fogata, siempre
hablaban de un pueblo pacífico, que entregaba todo sin esperar nada a cambio. Pero
enérgico cuando había que defenderse de ataques. Historias que hablaban de
desconfiar de quien dice que viene en son de paz, cuando lleva sus armas
preparadas al cinto. Historias que también hablaban de que, al igual que hay
que cuidar a la madre naturaleza, hay que cuidar y cultivar -día a día-, los
buenos sentimientos hacia el otro.
Así que levantó su brazo y se dispuso a
lanzarla. En ese instante vio una tortuga pequeña que se había asomado a la
superficie, como si estuviese buscando algo a lo que asirse. Así que Darbhal, pensó
que si lo de la voz fue una sensación equivocada, al menos la tortuga tendría
algo a lo que agarrarse. Apuntó y la arrojó hacia la tortuga -que ya se había
sumergido antes de que llegara a su altura-. Las tortugas no necesitan nada
para agarrase -recordó-.
Y ahí quedó la rama flotando. Navegando.
Moviéndose al ritmo de la suave corriente del río. Alejándose de la orilla.
Y él tomó el sendero que le llevaría a su
poblado. Feliz de haber ayudado a una rama pequeña, deformada y seca, a cumplir
su sueño.
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