miércoles, 30 de noviembre de 2011

EL GUITARRISTA (Relato corto)

Volvió a buscar en sus bolsillos algunas monedas y obtuvo el mismo resultado que hacía dos minutos: Nada, ni un puto céntimo.
-Otra vez andando -se dijo.
            No es que le importase mucho, ni iba a ser la primera vez que bajaba al centro de la ciudad a pie. A veces había que elegir entre tomar el autobús o fumar, así que, si no tenía mucha prisa, los cigarrillos ganaban la partida. Aunque ahora que había logrado dejar el puto tabaco, no veía con claridad el beneficio a la caminata. De todas formas las jodidas monedas seguían sin aparecer. Así que; ni tabaco, ni autobús.
Echó a andar y montones de recuerdos empezaron a asaltardo.
-Niño, búscate un trabajo normal- Esta era una des las frases preferida de su padre.
Y es que, dedicarse a la música era (y es) un riesgo, y si la haces para que otros bailen, pasa a ser de “alto riesgo”. Para colmo, mi amigo El Peluca, no tuvo mucha suerte. Lo normal era que le faltara para el tabaco o el autobús; No para las dos cosas. A pesar de esto, seguía pensando que algo debió de cobrar por alguna actuación. No recordaba dónde fue, ni a cuánto repartieron una vez deducidos los inevitables gastos del transporte de instrumentos y representante artístico.
-Éstos sí que viven. Los cabrones se llevan una pasta por la cara. Si al menos representaran a alguien tendría sentido. Pero no, sólo se representan a ellos -masculló cabizbajo-. Llevaba muchos años en la profesión. Sabía que ni los músicos, ni sus familias, tenían algo que agradecer a este tipo de gente. Muy al contrario.
-Que los jodan. -concluyó.
Sin haberse dado apenas cuenta, llevaba andado un buen trecho. En pocos metros llegaría a la casa donde está el cabrón del perro que tanto interés parecía tenerle. No es que no le gustasen los animales, pero de ese peludo guardián de la vivienda, últimamente no se fiaba ni un pelo.
-Total, todo por una vomitona de nada -recordaba-. Todos tenemos derecho a sentirnos mal en algún momento. Sí, vale, -lo admitía- quizás fue un colocón pasado de revoluciones, pero esa circunstancia seguía sin dar derecho al chucho a querer  hincarle el diente. Uno no elige el momento en el que llegan las arcadas,  y que éstas se presentansen en el momento de pasar junto a la verja de la casa, no fue un acto premeditado. Sucedió así y punto. No entendía por qué el canino no se hacía cargo de esta circunstancia. El caso es que, a partir de ese día cada vez que pasaba por la puerta de la residencia, de no estar la verja de por medio, se hubiese llevado unos cuantos mordiscos. Bueno, para eso tendría que pillarlo primero; porque mi amigo corría que se las pelaba cuando la cosa se ponía fea. Al menos eso recuerdo cuando jugábamos a jinetes y caballos en la calle en la que nos criamos.
Pero la realidad es que, decididamente, había metido la pata al largar la pota en ese lugar. Siempre hubo buenas relaciones entre los dos. Esto tenía sus ventajas: Uno se ahorraba algún que otro ladrido y berrinche (que ya tenía bastante con los chiquillos que pasaban gritando por la puerta), y el otro podía sacar del buzón el periódico y ojearlo sin ser molestado. Era un acuerdo tácito que se mantuvo hasta el día de la vomitera. A partir de ahí, se rompió. Por parte del chucho, claro. 
Miedo. Claro que tenía miedo. Apostaría a que es más grande que él si se pone a dos patas. No obstante, había tomado una determinación: No variar el itinerario por mucho que se empeñe en ladrarle y amenazarle. Al menos intentaría mantener esta postura siempre que vea la puerta de barrotes bien cerrada. Si algún día no se da esta circunstancia, reconsiderará su decisión. Hubo suerte. Estaba cerrada.
-Adelante -suspiró-, diez pasos más y empieza la fiesta: uno, dos, tres... y diez.
Pero nada, no hubo ni un ruido, ni un ladrido, ni siquiera se veía al del rabo largo. Lo que le faltaba al día para ser genial: ni el peludo con cola le prestaba atención.
Cuando despertó en su casa no había nadie. Ni siquiera su hermano pequeño lo había desvelado varias veces con la música a todo volumen. -cosa que agradecía-. Estaba hasta los huevos de oír las canciones del tío ese que canta con la voz que parece que le sale del culo. Tampoco ningún colega lo había llamado para tomar algo. Mejor, ya estaba un poco harto de pedir fiado en el bar.
            No es que fuese un tipo muy sociable precisamente. Podía estar tranquilamente semanas sin dirigirle la palabra a alguien, incluidos sus compañeros de trabajo. Poco importaba el motivo. Podría ser a causa de una discusión banal, o que, por su cuenta y neuras, decidía que los demás estaban enfadados con él.  En su casa esto no era una novedad. Hablaba poco. Eso de dormir de día y trabajar de noche no ayudaba a tener una vida familiar y social intensa. Para mi colega, si no tenías un cuerpo bien formado y cruzado por seis cuerdas, las posibilidades de pertenecer a su grupo de amigos eran escasas. No obstante, mantenía buenas relaciones, cuando las tenía, con la gente cercana a él. Pero estar a gusto, lo que se dice estar a gusto, solo lo estaba con su guitarra.
            La guitarra ¿dónde la habría dejado? Sobre un escenario seguro, pero ni idea de en cúal. Confiaba en que alguno de sus colegas la hubiese guardado en el estuche. Si no fue así tendría que cambiarle las cuerdas y limpiarle las pastillas. La humedad no es buena compañía.
            -Al final la perderé y me joderé -se recriminó-. Una Fender Stratocarter del 68 no es pieza fácil de encontrar.   
Siguió su camino. Seguía extrañándole lo del perro, así que volvió sobre sus pasos hasta situarse justo en la mitad de la cancela. Desconfiaba, seguro que ahora sí lo estaba esperando y pagaría caro su osadía. Pero no, no hubo sobresalto. Aunque sí vio a su amigo. Ahora estaba junto a la escalera de entrada a la casa. Distraído. Para llamar su atención, decidió acercarse hasta tocar los hierros, pero, eso sí, en cuanto viese que movía un solo músculo de su cuerpo perruno, saldría pitando. La tocó, y nada, no hubo reacción. Al cabo de unos segundos el sabueso le miró a los ojos y, cuando tenía a punto las piernas para dar un salto hacia atrás, el can hizo tres movimientos: Levantó las orejas, movió la cabeza en un gesto que parecía de incredulidad, y se tendió a la sombra de una gran maceta que decoraba la escalinata. Por algún motivo que no acertaba a comprender no  pensaba dirigirle su gruñido. Al menos hoy.
            Perfecto –sonrió-, el día había comenzado genial. Sin reproches por haberse levantado tan tarde. Sin preguntas. Sin gritos. Sin saludos forzados… Sin ladridos. Silencio total. Esto era vida.
           -Nos hacemos viejos ¿eh amigo? Bueno -dijo mirando al perro con la esperanza de que la telepatía fuese una ciencia cierta-, siento lo que te haya podido ocurrir. Puede que algún capullo te haya dado una patada en los hocicos y ahora temes acercarte a la puerta. Lo siento de veras. He echado de menos tus ladridos. Quién sabe si en otro momento me darás ración doble. Estaré preparado. 
Volvió a meter la mano en su pantalón para buscar alguna moneda. Ahora con otra motivación: Comprar tabaco. Nada de autobús. Quería fumar. Sí. Se sentía bien. No notaba la dificultad al respirar que tanta angustia le ocasionaba. Para celebrar esta novedad se le antojó un cigarrillo. Pero fue inútil. No tenía ni un duro. Habrá que pedirle tabaco a algún colega. Si es que veia a alguno.

Reinició el camino de nuevo. No estaba muy seguro de saber exactamente hacia dónde se dirigía, pero eso no le impedía seguir andando; no estaba cansado. Concluyó que, fuese lo que fuese lo que se metió o fumó la noche anterior, era de una excelente calidad.
Había experimentado esa sensación de bienestar anteriormente. Siempre recordará la primera vez que tuvo una guitarra entre sus manos: una Hoffnner con doble pastilla, palanca de vibrador, y decorada con piezas de nácar blanco. Recordó que pesaba un montón -eso le hizo, en un acto reflejo, llevarse la mano al hombro-, pero eso no importaba. Con ella tocaría canciones de Hendrix. Serían sus manos quienes arrancarían a la guitarra esas notas tan grabadas en su memoria. Podría poner un cigarro en el clavijero de la guitarra -entre las cuerdas-, bajar la cabeza, dejar que el pelo le cubriese la cara, y... tocar. Tocar sin importarle el tiempo ni el mundo. Qué tiempos aquellos. Luego llegó la compra de su Fender Stratocarter, y el sueño se cumplió: La misma guitarra que Jimi.
El sonido de un tipo de música que reconocía perfectamente, lo devolvió a la realidad.
-Vaya mierda -protestó.
            Sin embargo, todo adquiría sentido. Comenzaban a verse las indicaciones del camino hacia la feria. ¡Tenía que ir a trabajar!, lo malo era recordar dónde. Son muchos los lugares que hay allí para actuar. Y, por si fuera poco, todos casi iguales. De todas formas ya se acordaría. O miraría los carteles de los grupos y artistas. Su cara estaría en alguno de ellos. Lo que desde luego no iba ha hacer era preguntarle a algún colega dónde actuaba. Eso sería como delatarse de un mal colocón, y hasta ahí podríamos llegar. No. Evitaría, mientras buscaba su escenario, cualquier conocido de profesión.
Miró su reloj. No tanto para saber la hora, sino para ratificar que éste seguía parado. Las cuatro y diez. La misma hora de hace un montón de horas. Confiaba en que no hubiese sido hoy el almuerzo para los ancianos. Si resulta que ha vuelto a faltar a una actuación, sus compañeros estarán con un mosqueo del copón.  
Nunca le gustaron esos actos. No veía la bondad de ese acto, que consistía en llevar a esa pobre gente a la feria, bajo un sol de justicia, para darles una comida y actuaciones insufribles. Más tarde la orquesta interpreta algunos pasodobles para que bailen un poco. Así, entre las dos y las ocho de la tarde entretienen a los viejecitos, y después; al autobús y para la residencia. Se preguntaba porqué no los llevan por la noche cuando la caseta esta realmente animada y hay actuaciones bonitas. Conocía la respuesta: A esas horas no son rentables. Estorban más que consumen. Así que, para acallar conciencias, se inventan eso del almuerzo para los mayores y los meten en una caseta a cuarenta grados a la sombra.
-Decididamente, esto de llegar a la tercera edad, al menos en este puto país, y sin una perra gorda; es una mierda -sentenció.  
Andaba ya metido en el centro de la ciudad, dirección  al recinto ferial. Había mucha animación. La música salía a toda pastilla por la boca de los bares.  Bautizó a la calle por donde caminaba como: “Calle de la mediocridad”. En honor a la calidad de la música que por la misma sonaba. Al recorrerla se felicitó por su acierto en la elección del nombre. Sólo disfrutó, un poco, con lo que oía en la mitad del trayecto de un bar a otro. Ahí, en medio de ese follón, no tenía más remedio que sonreír. Si una canción ya era mala, cuando se fundía con otra de igual calidad o peor, el resultado era un desastre total. Lo malo es que con esos desastres había quien ganaba una pasta gansa. Con un título adecuado, tipo: “El salto del pato”, y una buena difusión de la canción, nos la colocaban como la canción del verano y todo quisque a bailar haciendo: “cua, cua”.
Se iba acercando. Supuso que serían cerca de las once. A esas horas suele haber menos gente y las familias aprovechan para darse un paseo con los pequeños por la zona de los carricoches. Es lógico, más tarde se está demasiado apretujado y la cosa se pone un poco más peligrosa para los críos. Aún tenía tiempo de dar una vuelta por las casetas. Vería qué hay por ellas. De paso buscaría la suya.
Claro que recordaba cosas: un escenario, las mesas, la barra, las banderitas, las bolas colgando, las rejas en la fachada... ¿Hay alguna caseta de feria que no tenga todo eso? 
-¡Las doce menos cuarto! ¡Rápido que perdemos el autobús! -se decían una pareja de adolescentes que iban cogidos de la mano y corriendo.
Doce menos cuarto dijo la chica. No tenía mucho tiempo para paseitos. Estaba claro que entre sus capacidades, tampoco estaba la del cálculo horario. Había que buscar la caseta rápido, el primer pase se solía hacer sobre las doce y media.
No había muchos carteles de las orquestas que actuaban, esto le facilitó la tarea. Hubo suerte. En la avenida central del recinto ferial desaparecieron sus  temores: La caseta de la Agrupación de Comerciantes anunciaba la actuación de su grupo durante todos los días de festejos.
-Ahora recuerdo. A buenas horas mangas verdes. Sí, aquí es -dijo un tanto aliviado-.
 Entró a la caseta. Había algunas familias consumiendo.. Las chiquillas vestidas de gitanas bailaban rumbas en la pista. Los chicos daban saltos entre las sillas y las mesas. Nada cambia.
Sobre el escenario aún no había nadie. Aunque a estas horas ya deberían de andar preparando todo el equipo de sonido.
 Se dirigió al entarimado. Al pasar junto a la barra dio las buenas noches. En esos instantes sólo estaba el encargado del bar. Estos personajes, a pesar de no tener nada que ver en la contratación, someten a la orquesta a un estrecho marcaje. Su relación con los músicos (sin ser explícita, claro está), se basa en los siguientes puntos:
1. Negociar el número de consumiciones por músico y noche. Aceptando todo aquello que sea igual o menor de dos, y mostrándose intransigente en cualquier otro guarismo.
2. Cuando lleguen a la barra, después de hacer un pase, atenderlos en último lugar (si se tienen que ir a cantar con la boca seca, mejor).
3. Impedir, por todos los medios a su alcance, que los músicos vean las botellas de güisqui.
4. Si es posible, ahorrarse darles de cenar.
5. Quejarse amargamente, noche tras noche, sobre lo mal que va en negocio.
Por tanto, no le extrañó que no respondiera a su saludo.
Cuando subió al escenario comprobó que su guitarra estaba depositada en su funda. Los pedales de efectos estaban recogidos. Los cables liados y ordenados. El micrófono en su funda y el amplificador tapado. Todo muy bien recogido y desplazado hacia el fondo del escenario. Sin duda había habido actuación de alguna academia de baile. La necesidad de espacio obliga a arrinconar, también por este motivo, a los músicos y sus instrumentos. Sacó la guitarra, conectó los pedales (reverb, distorsión, y phase), puso su micrófono y esperó.
Mientras, se dedicó a acompañar a la música que sonaba por la megafonía de la barra. Es un buen ejercicio que solía hacer cada vez que tenía oportunidad de ello. Se trata de buscar la tonalidad de la canción que suena y, sobre ella, se va improvisando. Algunas veces no se llega a sacar, en limpio, ni un solo acorde. Pero eso tiene fácil explicación: las revoluciones del disco pueden dar una afinación extraña y no se llega a percibir con claridad la tonalidad.
En ese ejercicio de oído estaba, cuando reparó en que había equipo de más sobre el escenario. 
-Parece que esta noche tenemos algún artista invitado. Mejor, más descanso -se dijo.
Si al  menos hubiese visto una batería... Pero no, ya casi ninguna orquesta lleva  batería. Fueron los primeros en caer bajo las garras de las cajas de ritmos (a los bajistas les tocó el dudoso honor de ser los segundos). Actualmente los grupos son, como máximo, de tres: voz, voz y voz. Los instrumentos ya casi nadie los toca. La música, con todos los arreglos incluidos y en versión original, se obtiene a través de Internet. Sólo hay que ponerle la voz. A pesar de eso, hay quien la graba porque dice que la feria quema mucho. Lo hacen y presumen que la gente no se da cuenta. A estas alturas él mismo estaba convencido, por mucho que le pesara, de que eso era cierto.
En su grupo aún mantenían instrumentos en directo. Recordó algo que dijo el día que casi se retira de esto de la música: “Prefiero no cobrar, y hacer la música que me gusta. A que me paguen por hacer como el que toco la música que no me gusta”. Luego incumplió su máxima, y tragó como tantos de sus compañeros.
-En qué tonalidad lleváis esta canción -dijo alguien sobre el escenario.
Esa voz le sacó de sus improvisaciones y reflexiones. Vio que el resto del grupo ya estaba sobre el escenario desenfundando los instrumentos y altavoces. 
            -¿En qué tonalidad?-estas palabras resonaron en su cabeza-. Y qué más da. Tenemos el disquete con el arreglo original. Tú mueve la mano y punto -pensó en decirle esto al invitado sobre el escenario que preguntaba-.  No lo hizo. Decidió bajarse al camerino. Creyó recordar que allí dejó algo que había comprado a unos colegas fiables.
Conocía a esa gente de vista, de otras verbenas y de comprarle algunas cosillas, nada importante, sólo una pequeña ayuda, lo justo para soportar la noche.
-Ojalá el público fuese algo más exigente -pensaba-. Tendríamos que seguir tocando en vivo, y eso me colocaría en la onda. Así es más fácil pasar de malos rollos. Un par de cubatas y algunas caladas serían suficientes. El sonido y el ritmo harían el resto. Pero... ahora qué. Le das al botoncito de play y empieza a sonar hasta las maracas de Machín. Sólo tienes que limitarte a poner cara de niño guapo (que ya es difícil en mi caso), y mover la manita por las cuerdas: hacia arriba y hacia abajo. Una mierda.
En el camerino no encontró nada, ni tabaco, ni otros productos de ayuda. Nada de nada. El traje, igual que el de sus compañeros, estaba en la percha colgado. Decidió cambiarse para ir ganando tiempo.
El sonido del escenario llegaba con nitidez al camerino... “unodos, unodos, probando, probando, unodos”.
-Más eco, dale un poco de más eco -gritaba desde el camerino al tiempo que se desesperaba-. Nada, ni se enteran.
 De pronto... tres metales, dos percusionistas, un bajista, un batería y un teclista, empiezan a tocar
-Quién diría que sólo hay tres músicos en el escenario, y sin tocar. El disquete está en perfecto estado -sonreía-. Ahora chicos ya podéis bajar y disfrazaros de músicos. Yo iré a la barra a tomarme algo fuerte. Quizá tome mis dos consumiciones seguidas  para soportar todo lo que me queda por delante -su voz había quedado apagada por el sonido de la música.
La noche, ni buena ni mala, ni todo lo contrario. Como otras tantas en feria: caras serias, y ni un cruce de palabras. Se arrepintió de no haberse acercado a la barra para agotar su cupo de alcohol.
-Estaba seguro de que había sido el almuerzo de los abueletes. Por eso están enfadados -cavilaba. Me estarán poniendo bien por haber faltado al piscolabis. Hay que ser idiotas. Coño, si la mayoría de los pasodobles que supuestamente interpretamos ni los conozco. En fin, dicen que pagan por tres, y quieren ver al trío completo sobre el escenario. ¿Pensarían que igual tampoco vendría esta noche? Pues a ver quien paga al nuevo. Yo desde luego no. No pienso darle ni un duro, al menos de la parte que me corresponda. Ya es bastante arrastrarse, por el precio que lo hacemos, como para encima tener que repartir con otro; de eso nada. ¿Sabéis qué os digo? -les dedicó este pensamiento-, paso de vuestras reuniones de viejas criticonas. En los descansos me iré a pasear por el real. Hasta dentro de tres cuartos de hora.
Una vez en la calle, rodeado de cientos de personas a las que tenía que esquivar para no darse de narices con ellas, no supo realmente qué fue peor: Si haberse acercado a ellos y aguantar el chaparrón, o darse el paseo-tortura que estaba haciendo. Lo de siempre: borrachos, gente joven corriendo y atropellando, matrimonios que discutían, policía con cara de miedo, operarios de limpieza que no daban abasto y... violencia, mucha violencia contenida, y presta a saltar a las primeras de cambio. ¿Las ferias no están para divertirse?
-Diez minutos. En diez minutos, que tendría que calcular, otra vez a hacer el paripé sobre el escenario -se dijo mientras se dirigía a la caseta.
Aún no había nadie sobre el escenario. Tenía ganas de tocar y decidió, a pesar de que esto generaba alguna que otra mirada inquisidora por parte de los que pudiesen estar bailando, acompañar a la música que en esos momentos sonaba en la caseta. Hoy era su día. Sus aportaciones en lugar de sonar extrañas, complementaban y ofrecían toques de calidad, según su apreciación, a las canciones que acompañaba. Por tanto, no había lugar a miradas reprobatorias.
Al poco llegaron sus compañeros. Ni ellos le decían nada, ni él preguntaba. Nuevo disquete al teclado. Los últimos éxitos sonando. Los músicos fingiendo. La gente bailando. El encargado protestando. Los descansos paseando y... Por fin, se acabó la noche. No sabía qué hora era -su reloj seguía marcando las cuatro y diez-. Así que recogió sus cosas y se bajó del entarimado.
- ¿A qué hora nos vemos mañana? -preguntó el invitado de la noche.
- A las doce y cuarto.
- Bien, hasta mañana.
- Hasta mañana.
 Este cruce de palabras le facilitó toda la información que necesitaba. No tenía ganas de aguantar monsergas, así que mi amigo, también dio media vuelta y tomó el camino de regreso sin esperar a que sus compañeros terminaran de recoger los instrumentos. Entraban, de nuevo, es ese periodo de incomunicación que tan floja se la traía. Cuando quisieran algo de él, ya se lo dirían. 
 Caminaría otra vez. No, no iba a buscar monedas en su saquillo, ya sabía que no hallaría ninguna.
-Caminar, eso es bueno para la salud -se dio ánimos-. Mañana seguramente nos pagarán algo. Al menos a mí tendrán que hacerlo. Realizar el camino más de tres veces andando me parece mucha tela.
Mientras se alejaba del recinto ferial, alcanzó a oír de una de las últimas casetas una voz que decía: “Seguidamente, para todos ustedes interpretaremos la canción...”
-Una mierda, vais a interpretar vosotros -pensó indignado.
De pronto... tres metales, dos percusionistas, un bajista, un batería y un teclista empiezan a tocar. Quién diría que sobre el escenario sólo hay dos personas, y sin puñetera idea de música. “Tum tactactactac tum...”, la misma canción, la misma tonalidad, los mismos instrumentos. El mismo disquete
Caminaba. Empezó a recordar aquella actuación. ¿Cuándo fue? ¿Ayer? ¿Hace un mes? ¿Un año? No lo tenía muy claro, pero sí recordaba cosas: El día no empezó bien. Tenían que montar el equipo para actuar en una feria, y se encontraba fastidiado. La bronquitis crónica que le había regalado el tabaco lo estaba jodiendo de lo lindo.
La noche fue larga, muy larga. Sólo se suavizó después de muchos cubatas (todos pagados de su bolsillo, menos dos), y un par de gramos de ayuda. Eso sí estuvo bien. Pero desgraciadamente para él, ni el alcohol, ni la ayuda extra, aportaban más oxígeno a sus pulmones. Esa noche el micrófono le sirvió de adorno; decidió que prefería mantener la consciencia en lugar de estar berreando: “salta, salta, salta, salta, salta sin pararrrrrrr...”
Sin embargo, en una canción que tuvo la oportunidad de hacer algunas improvisaciones, ya en el último pase de la noche, fue tal la liberación que se sintió acompañado en el escenario del mismísimo Hendryx.  Fue fantástico. Eso sí era flotar. Realmente un momento mágico. Hasta le dolían los dedos de tanto recorrido por el mástil, de tantas escalas, de tanto tirar de las cuerdas. Uf. Siguió caminando.
-La verja cerrada. No podía ser de otra forma con la hora que debe ser -se dijo-. Diez pasos, diez pasos y empezará la fiesta: uno dos, tres... y diez. Nada.
            Se acercó al enrejado. El periódico del día aún estaba en el buzón. Lo cogió y lo agitó para llamar la atención del perro.
-Sé que estas ahí, veo tus ojos brillar dentro de la caseta -decía mientras hacía esfuerzos por distinguir la silueta del animal.
 Aquel asomó la cabeza, y él se dispuso a salir corriendo. Pero el podenco sólo se limitó a estirarse un poco, luego dio marcha atrás y se perdió en la oscuridad de su morada.
-Joder. Qué te habrán hecho -se preguntaba-. Bueno, confío en que mañana me des mi ración de ladridos. Dudó sobre si llevarse el diario a su casa o no. No lo hizo. Lo arrojó al jardín y continuó su camino. Tenía la extraña sensación de no tener muy claro hacia dónde dirigirse.
Como si de un juego se tratara, el de las orejas largas y colmillos afilados salió a recoger el periódico. Se lo llevó a su garito y se recostó sobre el papel.  Su postura no impedía leer una nota de última hora que figuraba en un rincón de página: “La pasada madrugada falleció un músico en nuestra feria, al sufrir una parada cardio respiratoria"

lunes, 28 de noviembre de 2011

NEW YORK, NEW YORK (Carta a Frank Sinatra. Sept. 2001)

Estimado Sr.:
Seguro que tiene puntual información sobre lo ocurrido el fatídico día 11 de septiembre de 2001, en la ciudad que tanto ama usted. Por ese motivo me consta su tristeza. No le sorprenda, son muchas veces las que mientras escribo, leo, o simplemente oigo música, tengo puesta alguna grabación de usted. Estos días, por los acontecimientos que ya conoce, he vuelto a solicitar su ayuda. Perdóneme por ello; igual lo que menos deseaba era ponerse a cantar. Aunque seguro que no se negaría si con ello considera que contribuye a sobreponerse a una barbarie como la que ha soportado su país directamente, y el resto del mundo indirectamente.
Pero, ya le digo, estos días le he notado más triste. Su voz me ha sonado algo amarga. Se nota, y mucho, que su mente no estaba en esas actuaciones. Le entiendo, créame. Para mí también ha sido muy duro ver a gente saltando al vacío desde las mismas puertas del cielo; asistir a como se desmoronaban edificios; ver a ciudadanos corriendo aterrorizados y oír a familiares y amigos desesperados ante la falta de noticias de personas que trabajaban, o visitaban ese lugar. Y, qué me dice de los pasajeros que iban en esos aviones secuestrados. Es difícil creer que todo eso ha ocurrido. Sé que de aquí en adelante tendré que acostumbrarme a notar esa aflicción en su voz. Algunos pensarán que sólo son imaginaciones mías, pero usted y yo sabemos que no es así.
Ojala apareciera ahora uno de esos directores de cine que andan por allí y dijese: “Tranquilos, todo ha sido un montaje”. Sí, como aquel programa de radio que hizo Orson Welles, sobre la supuesta invasión de los EE.UU. por los extraterrestres. Aterrorizó a todos los oyentes con una obra radiofónica. Ése sí sería un buen final. Pero no, desgraciadamente no será así: todo ha sucedido para desgracia y vergüenza  nuestra.
Conozco New York, a pesar de no haber estado nunca en esa ciudad. Soñaba con asistir a algún concierto suyo, pero la señora de la guadaña le alcanzó antes de que mi economía mejorase algo. Ya ve, soy de los que unas veces pierde y otras, también. Pero al menos tengo sus grabaciones. Oyéndolas he paseado muchas veces por esa ciudad. De ahí que tenga la sensación de conocerla.
A través del swing, jazz, blues, soul… he ido conociendo cada calle, edificio y plazas de ciudades como Nueva York. Los solos de saxo, piano, guitarra; o los contrapuntos de los metales, me han hecho imaginarlas cientos de veces. Ahora, desgraciadamente, también me muestran esas montañas de escombros que esconden a miles de cuerpos sin vida. No podría ser de otra forma. La Música nos acompaña en ese espacio de vida que transcurre mientras la oímos. Nos acompaña y nos emociona.
Siga cantando. Siga recordándonos que si antes fue bien, después será aun mejor. Ayúdenos, en lo que usted y su situación le permita, a mejorar día a día. Quizás con ello alcancemos a ser un mundo -y no dos o tres, como hasta ahora-, donde la avaricia, la injusticia, la incultura, el odio y el fanatismo no tengan lugar.
Me voy despidiendo, pero tengo una curiosidad: ¿Tiene usted noticia de que “Mack the knaif” (Mack el navajas) intentara atracar a alguien por los alrededores de las torres gemelas? Ya sabe que le gusta merodear por las esquinas.
No, no es familia mía. Sólo coinciden su apodo y mi apellido, pero sería una desgracia más que él también estuviese bajo los escombros.
Ya me contará. Reciba mis más atentos saludos.

viernes, 25 de noviembre de 2011

CON SUMO CACHONDEO

Lo reconozco: Soy un romántico. Sí. Qué le vamos a hacer. Sigo pensando (aunque bien es cierto, que cada día menos), que muchas de las cosas que ponen a nuestro servicio las Administraciones Públicas, están pensadas para facilitarnos las cosas. Bueno, aparte de romántico soy un protestón. Entono el mea culpa. Y, por tal motivo, de vez en cuando me rebelo cuando me quieren vender una moto sin ruedas. Los consumidores tenemos derechos y hay que luchar por ellos. Pero -no sé si a ustedes le ocurrirá también-, a veces dan ganas de mandarlo todo a la mismísima oficina oficial de consumo de turno.
Resulta que hace unos días puse la última reclamación. Les juro que tengo delante la contestación que recibí de la Delegación Provincial. En ella me emplazan, según la legislación vigente, a mandarles un escrito “indicando mis pretensiones en referencia a la reclamación planteada”. Y, además, a enviarles “copia del folleto publicitado con promoción del terminal…, que hago referencia en mi escrito”. Total, como ven; facilitando las cosas. Pero, por si esto no fuese suficiente, me dan diez días hábiles para entregar toda la documentación solicitada, o archivan las actuaciones. Glups.
Veamos. Voy a un comercio. Me intereso por un móvil que hay en oferta (tengo la foto que le hice a la promoción, pero no se la envío a consumo porque no me da la gana, ea). A los treinta minutos de haber entregado la documentación en el comercio para agarrar la oferta, me llaman y me dicen que: donde dije digo. Digo Diego. Que de la oferta nanai. Hay que aflojar la pasta. Vuelvo al comercio (ahí es cuando hago la foto), me dicen que sí, pero que no. Que sí, que sí que la oferta está; pero que no está. Más o menos. Total que ante este argumento tan sólido, pido el libro de reclamaciones y hago lo pertinente. Luego, ya saben, hay que ir a llevarlo a la Delegaciónn Provinciall. Que esa es otra. En fin, unas horas perdidas en el comercio y en el trabajo (que hay que recuperar), para llevar el papelito a la Delegaciónnn Provincialll.
Lo que no podía llegar a imaginarme era, que yo; el reclamante, en esos mismos instantes de la cumplimentación de la hoja oficial, me estaba convirtiendo en un trilero del tres a cuarto. Que lo que yo he dicho en la descripción de los hechos, lo tengo que demostrar aportando una revista de la empresa. Además, tenía que especificar cuales eran mis pretensiones. Joder, hay que ser lince.
Vamos a ver. ¿No he reclamado que ofertan un producto que, al final, no ofertan? ¿No es cierto que la empresa no hace ninguna observación a mi reclamación en la propia hoja oficial? Pisha, pues quien calla otorga, ¿no? ¿Creen que voy a guardar una revista que únicamente tiene fotitos de móviles? Para qué quiero yo eso en el water, que es donde guardamos en mi casa (y en la suya, como todo el mundo menos los dentistas y peluqueros), las revistas. Menos mal que no compré una lata de mejillones y salieron en mal estado. Imagínese andando por la calle con el tufo, camino de la Delegaciónnnn Provinciallll, para entregar la latita.
Además, ¿Me preguntan que qué pretendo? Y yo qué sé, mi arma. No me acuerdo muy bien en qué pensaba ese día. ¿Vale que les pida ahora un Mercedes color blanco, por mentirosillos? Venga, seamos serios.
En fin, esta actuación ya está archivada. Igual que aquella en la que, aportando la hoja de publicidad del producto en el periódico, no llegó a ningún sitio. Ni a la que hice aportando el tíket de caja de un comercio que me cobró un plato que no consumí, etcétera.
Ya estoy imaginando la carta que desde la Delegaciónnnnn Provincialllll, le envían al comercio: “Tranki, que al manta ese de la reclamación del móvil lo vamos a marea una mijilla y asunto solucionao. Seguid imprimiendo revistas de moviles con las ofertas que os de la gana; y si alguien la guarda lo vamos a empurar por fomentar el síndrome de Diógenes”.
Ya saben, cuando vayan a hacer una reclamación oficial, tengan en cuenta que hay que, por este orden: Indignarse, Rellenar la hoja relatando lo sucedido y lo que pretende con esta actuación. Perder una mañana en llevarla a la Delegaciónnnnnn Provinciallllll. Archivar toda la documentación del caso. Esperar un tiempo a qué le digan que demuestre lo que dice. Perder otra mañana en volver a llevar a la Delegaciónnnnnnn Provincialllllll, las pruebas de que usted no es un caradura y otras cosas.
O, por el contrario, pueden hacer lo que yo hago desde mi última experiencia. Cuando veo un cartel de esos que dicen: “Existen libro u hojas de reclamaciones”, digo en voz baja: Te quié i ya.

martes, 22 de noviembre de 2011

MARCANDO EL PASO

Tengo la sensación de que nos están engañando como a chinos. A todos. Quizá la diferencia esté en que unos ni nos enteramos, y otros lo saben; pero como están sacando tajada se hacen los longuis. Sea como sea, nos la están dando con queso. O al menos a eso huele.
 A qué me refiero. Pues al tema tan de moda, de la unanimidad en las cuestiones que debe tratar un Partido Político. A esa ansiedad por mostrase sin fisuras. Una cosa es mostrar coherencia a la hora de actuar, y otra muy distinta, mantener una disciplina que anule cualquier intento de debate o aportación individual.
Personalmente no me fío ni un pelo de esas unanimidades que jalean aquello que el jefe ha propuesto. Qué quieren que les diga. Me traen recuerdos de mi infancia. En aquella época se daban muchas. Creo recordar que hasta hubo un Referéndum que arrojó un resultado unánime.  En fin, la vida.
En mi casa, que somos cuatro gatos y un perrito, no nos ponemos de acuerdo en muchas cuestiones, lo que da lugar a que se originen debates interesantes. Hasta el chucho tiene derecho a sus ladridos de opinión. Por eso mismo me mosquea que todo un Partido Político -en el que sin lugar a dudas hay múltiples puntos de vista-, se muestre, y presuma de ello ante la opinión pública, como hace la derecha, de que no hay nada que debatir, justificar o someter a debate interno: Lo que diga el jefe va a misa. Eso no es enriquecedor.
El progreso se ha ido forjando a base de poner en crisis postulados anteriores. No digo que no haya que llegar a consensos que cierren capítulos ante temas surgidos, ni que haya que perderse en discusiones eternas que no conducen a nada. Lo que expreso, es que la forma de llegar a esos acuerdos debe ser más participativa, dialogada, cuestionada, analizada... Todo ello garantiza un resultado con más amplitud de miras que la simple aceptación de la directriz emanada desde arriba. Una votación en el seno de un partido político, donde la única duda sea si el voto afirmativo que hay que dar, en aras de la unidad y todo eso; lo tienen que escribir en mayúsculas o minúsculas, dice mucho sobre la libre expresión que tienen sus afiliados.
De cualquier forma me gustaría que me entiendan. Por supuesto que hay veces que se dan las unanimidades. Eso no es malo, siempre que no empiece a ser una sospechosa costumbre. De igual forma que no es diabólico, más bien todo lo contrario, que ante cualquier decisión, solicitud de apoyo, elección o lo que sea, se acepten -como cosa muy saludable-, que haya personas que cuestionan las propuestas, e incluso tengas otras.
No sé si alguien ya lo dijo -supongo que sí-, pero en mi opinión, un par de unanimidades ante sendas propuestas; las convierten en una buena situación. Entre tres y cuatro;  ya parecen, más bien, coincidencias. Más de eso, es entrar en el territorio de la sospecha.
Hace años escribí: “Que la izquierda tenía que soportar un aluvión de críticas por no mostrarse como un partido que actúa al toque de campana. Que por parte de cierto sector de medios de comunicación, se convertía en centro de críticas por hacer las cosas de forma participativa, y por dar cabida a voces que quieren expresar otro punto de vista. Desde luego que, como en toda posición política que se precie, existen corrientes de opinión. La diferencia es que en unas las expresan libremente, y en otras hay que susurrarlas en los pasillos”. Pero eso lo escribí en su día. Ahora no estoy tan seguro de que la izquierda vea de buen grado una corriente crítica.  Aunque bien analizado, son las personas las que movidas por otros intereses inconfesables, pero evidentes; ordenan la limpieza de los disidentes. Lamentable. Sin embargo no renuncio, y sigo trabajando por ello, para que la honestidad , la democracia y el respeto -entre otros muchos valores de la izquierda-, sean siempre una realidad entre los progresistas.
En fin, he decidido por unanimidad conmigo mismo, que lo voy a dejar aquí. Ahora, como siempre, se lo daré a leer a mi mujer… Y esto me hacer recordar que, en los últimos escritos que he sometido a su opinión, me ha dicho que coincidía plenamente conmigo.
 ¿Se habrá comprado ocho pares de zapatos más, y no me he dado cuenta?

lunes, 21 de noviembre de 2011

¿HAY ALGUIEN AHÍ?

            Recuerdo aquella historia en la que un señor lleva el coche al taller por un problema que le impedía usar el vehículo ese día. El mecánico se lo soluciona al instante con la ayuda única de un destornillador.
-Cuanto le debo -preguntó el cliente con cara de satisfacción-.
-15 euros- fue la respuesta-.
Pero un cambio en el semblante de aquél le indicó que no le debió parecer bien esa cantidad por sólo hurgar en un tornillo. Así que ante esta reacción, el mecánico explicó:
-Mire usted, trastear el tornillo es gratis. Le cobro por mis conocimientos sobre qué tornillo había que ajustar para solucionar la avería.
            El conductor anterior podría haber dado con un taller en el que le meten el coche en una máquina sofisticada para un diagnóstico fetén, y le cobran una pasta por, al final, apretar el mismo tornillo. Pero como lo dijo la máquina, ya no parece un atraco. En el peor de los casos, podría haber dado con un taller en el que, de entrada, le dicen que tiene que dejar el vehículo, y luego su tarjeta de crédito. Sin embargo, quien solucionó el problema de forma rápida, barata y eficaz, fue juzgado como un vulgar timador.
Reflexionemos sobre ello. Cuánto valoramos nuestro trabajo y qué baremo aplicamos al de los demás. Es como si, a excepción del nuestro, todos los demás los puede ejecutar cualquiera. Así que, de esta percepción a reestructurarlo debilitándolo, o privatizarlo, hay un pequeño paso. Y no es así. Las cosas, ya saben, no son lo que parecen. No todos valemos para todo. Algunos ni siquiera valen para algo. Pero eso es otro cantar.
Por ejemplo: No todo el mundo es competente para estar en un servicio de cara al público. Estos servicios, en contra de la dinámica general que trata de erradicarlos, son básicos en la estructura de una organización, ya sea pública o privada.
 Indicar, orientar, escuchar, interesarse, solucionar, ayudar…, no es una actividad que esté al alcance de cualquiera. No todo el mundo está preparado  para estar continuamente atendiendo a necesidades de los demás. Pero sí hay muchísima gente que,  formada para ello, la realizan a diario de forma magistral. Sin embargo, este tipo de actividad, cada día más, tiende a desaparecer. Quién no ha tenido una experiencia telefónica de esas, en las que te hacen gritar en plena calle el motivo de tu llamada, y terminas suplicando: No. Noooo. Masturbación, no. Facturación. Fac-tu-ra-ciónnn.
Sí. Les decía que no todo el mundo es apto, ni está preparado, para hacer de todo. Hay que tener la preparación suficiente (como nuestro amigo el mecánico), para saber el resorte que hay que trastear. Y eso, ya es profesionalidad. Y esta máxima (es de Perogrullo), se hace extensiva para toda actividad.
Todo el mundo sabría abrir una puerta; pero no qué puerta y en qué momento hay que abrirla. Cualquier persona podría entregar en préstamo un ordenador; pero no bajo qué condiciones hay que hacerlo y, además, asesorar sobre su funcionamiento. Todo esto se puede extrapolar a muchas más cosas: Manejo de ordenadores, franqueo de correspondencia, conocimiento del funcionamiento del organismo, capacidad de solución momentánea de situaciones  imprevistas, controlar reservas de espacios, preparar eventos protocolarios… En conclusión: Casi todo el mundo podría informar, pero antes tiene que estar informado y formado para ello. No basta con recitar una letanía informativa. Hay que expresarse con claridad.
Pues bien, a pesar de todo esto, aún hay quien se empeña en erradicar servicios que son básicos y fundamentales, en lugar de dotarlos adecuadamente y valorarlos de forma justa. Erróneamente, se tiende a sustituir a las personas por máquinas, o, en otro alarde de imaginación, suplirlas por un colectivo que nada tiene que ver con las funciones a las que está destinado ese servicio. ¿Es ésa la impresión que se quiere dar del lugar al que van a acceder muchas personas al día? Entre los técnicos de protocolo circulan frases tales como: “La primera impresión es tan importante que no existe una segunda para remediarla”. O que: “La imagen es tan importante como el rendimiento”. Y entre los profesionales de la hostelería es conocida la importancia que ofrecen al departamento de recepción. Es la tarjeta de presentación  de su hotel, y el primer contacto que el cliente va a desarrollar. Igualmente, no olvidan que la primera y última impresión son las que mayor importancia tienen para el cliente.
Definitivamente, digan lo que digan, los servicios de información y atención al usuario tienen que estar atendidos por personas que dan la cara. A veces, para que se la partan. Aunque siempre será esto último preferible, a que se te caiga de vergüenza por no haber defendido tu puesto de trabajo, o hacer un plan para cargártelo.
Para finalizar la lectura, pulse 1 y diga: Tiene huevos la cosa.

martes, 15 de noviembre de 2011

VENDÍA HUMO (Publicado julio-1998)


        En el libro “El Médico” de Noah Gordon, hay un fragmento en el que Barber le dice a su joven aprendiz de cirujano-barbero Rob: “Cuando muera y haga cola ante las puertas –dijo Barber- San Pedro preguntará, ¿Cómo te ganaste el pan? “Yo fui campesino”, podrá decir un hombre o “fabriqué botas a partir de pieles”. Pero yo responderé “Fumus Vendidi” –dijo jovialmente el antiguo monje y Rob se sintió con fuerzas para traducir del latín “Vendía Humo”-.
        Barber. Fabricaba y vendía bajo la promesa de extraordinarios poderes curativos, un brebaje al que llamaba “Panacea Univeral”, del que salvo el efecto placebo, poco había que esperar. Pero había que ganarse la vida, y, por tanto, no tenía reparos en mentir para ello. Aunque claro, en el siglo XI, que es cuando transcurre la historia, podría tener alguna disculpa. Sin embargo, que se siga practicando hoy día, tiene bemoles. Y eso es exactamente lo que ocurre cuando nos presentan un programa electoral, proyecto de gobierno o similares. Se nos está ofreciendo la panacea universal para que la compremos. Sólo que, en este caso, la moneda de debemos utilizar es nuestro apoyo. Nuestro voto.
        Que nos intenten vender, o nos vendan la panacea universal, a sabiendas del escaso o nulo poder remediador; es una putada. Pero lo que no es admisible, desde mi punto de vista, es que los recipientes del brebaje que nos vendan, para unos contengan la panacea -por muy inútil que sea- y para otros no. Un programa electoral, proyecto de gobierno, o cualquier tipo de compromiso que, escrito o no, se haga público, no es un asunto que afecta sólo a los seguidores incondicionales del mismo.
        Cada uno de nosotros, afortunadamente, tiene la libertad absoluta de dejarse engañar por quien quiera. Pero una vez que hemos elegido, sea cual sea la situación que se haya ocasionado, hay que exigirles a nuestros representantes legales que mantengan una actitud de coherencia, respeto y vigilancia. Que no ejerzan nunca de prepotentes o intolerantes.
        Si nuestra elección no fue suficientemente apoyada, qué le vamos ha hacer. Que se de apoyo a todo lo coincidente con nuestra propuesta, o en su defecto, a aquello que sea; serio, coherente, razonable y, por supuesto, beneficioso para la ciudadanía. En cambio, hay que mostrarse crítico y valiente ante lo manifiestamente injusto o perjudicial. Todo, sin entrar en descalificaciones personales de ningún tipo. Y, por supuesto, libre de adoctrinamientos. No hay que limitarse a boicotear las acciones propuestas, sólo porque no son las nuestras. Ni hablar. Si estar al frente de una administración y hacerlo, al menos, limpia y honestamente; ya es complicado. No lo es menos hacer una oposición seria, creativa y respetuosa.
        Si, por el contrario, fue nuestra elección la triunfadora, entonces el trabajo se presenta doblemente duro. Además, hay que mantener una vigilancia especial para detectar y rechazar, a aquellos que cercanos a nosotros sólo pretenden beneficiarse de la situación. Desde luego, lo que no puede ser es dedicarse a machacar a los perdedores. La alternancia es un juego democrático.
        La puesta en marcha de los compromisos propuestos, no pude depender de que se obtenga una mayoría o no. Lógicamente, contar con un gran apoyo lo hace más fácil. Pero los compromisos están ahí, y en beneficio de todos, se debe trabajar por sacarlos adelante, mediante estrategias de negociación, diálogos constructivos, consenso, imaginación, respeto…
        Por tanto, si en lugar de, y en contra del sentido común, se utiliza la táctica de pasar el rodillo, crear estados de miedo, insultar, dividir, confundir, ir de víctimas, mentir, etc. etc., por muchas panaceas universales que nos hayan ofrecido, esto no lo sacamos adelante. Además, dirán, y con razón, que “Fumus Vendidi”.

jueves, 3 de noviembre de 2011

AGRESIONES: SUMA Y SIGUE

            Llevo tiempo intentando escribir algo sobre los malos tratos de que son objeto algunas mujeres a manos de sus compañeros, o ex. No obstante, y a pesar de que conocemos prácticamente a diario una nueva agresión, no me resulta nada fácil abordar un tema de este calibre. Si hiciese caso a mi bolígrafo, el artículo lo terminaría en un santiamén; Esos fulanos son unos hijos de puta (con todo mi respeto hacia sus madres y las prostituta)s. Así que, una vez dicho esto, mi colaboración debería terminar aquí. Punto y final. Adiós.
Desde luego hay que ser corto de mollera para llegar a las manos. Aunque lo de las manos va quedando un poco anticuado. Ahora utilizan gasolina, palos de béisbol, escopetas, cuchillos, pistolas, y un trágico etcétera muy largo de reflejar aquí. Pero, mal asunto si solo nos centramos en esos capullos que han cometido -al menos de momento- su última agresión.
Ni quiero. Ni tengo nada que contarle a ese que mató a su novia cuando ésta pretendía dejarlo por posesivo y violento. Ni a ese otro que, para no errar el tiro a su esposa, practicaba con su hija. Ni al que golpeó brutalmente a su mujer, o al que le pegó fuego en el jardín de la casa que compartían y -ni mucho menos- al mindundi que obligó a su mujer a tener relaciones sexuales, justo después de que le hubiesen practicado una cesárea. Pero, muy especialmente -permítanme que los incluya- a los que no quiero dirigirme, aunque sí tengo muchas cosas que decirles, son  a ese animal que secuestró y violó a un niño de seis años, y a esos padres que han dejado marcada interior y exteriormente a una pequeña de nueve meses.
            Ya ven, a pesar de tan dramática y abundante documentación, durante un montón de horas no he sido capaz de hilvanar tres frases seguidas que me dejaran satisfecho. Sino hubiese caído en la cuenta de que, en mi opinión, lo único que hacemos ante noticias de agresiones es; lamentarnos y sumar, probablemente no habría pasado de la segunda línea. Ha sido a causa de la impotencia y el miedo que me he decidido a terminar lo que ya se hacía inacabable. Sí, he sentido impotencia ante tantas agresiones, y miedo, mucho miedo ante las que, desgraciadamente, en los próximos días tendremos noticias. Son demasiados los que están a punto de alcanzar el triste honor de formar parte del club de los violentos. En algún lugar he leído que el mal tratador se hace. Pues bien, impidamos que se sigan formando más. Cómo. Pues que se apliquen las Leyes, que exista una vigilancia efectiva por parte de los servicios sociales, y se invierta, de verdad, en educación.
De cualquier forma, mientras nuestros lumbreras de responsables en la materia se deciden a  intervenir, no hagamos oídos sordos. No nos conformemos con mostrar nuestro horror una vez hemos conocido la agresión. Hasta llegar a ese punto siempre hay una serie de indicadores que nos alertan de lo que se puede estar cociendo. Tenemos  que empezar a creernos las amenazas. Hay que animar, facilitar y apoyar la denuncia de comportamientos violentos.
          No nos engañemos. Aquí nadie mata a la novia por discutir sobre la película que debían ver la tarde anterior. Ni se le pega fuego a un ser humano porque cocinó un potaje soso. Ni se le da un tiro a una niña porque la confunden con una lata de pepsi.  Estas cosas no pasan porque sí, tienen su proceso de gestación. Hay mucho desequilibrado suelto y demasiados que callamos y luego lamentamos. Dónde están -dónde estamos-, mientras dura el calvario de esas mujeres y niño/as. 
          Sí, les pregunto a ustedes y no a los agresores.  Los muy cabrones ya conocen la respuesta.