miércoles, 30 de noviembre de 2011

EL GUITARRISTA (Relato corto)

Volvió a buscar en sus bolsillos algunas monedas y obtuvo el mismo resultado que hacía dos minutos: Nada, ni un puto céntimo.
-Otra vez andando -se dijo.
            No es que le importase mucho, ni iba a ser la primera vez que bajaba al centro de la ciudad a pie. A veces había que elegir entre tomar el autobús o fumar, así que, si no tenía mucha prisa, los cigarrillos ganaban la partida. Aunque ahora que había logrado dejar el puto tabaco, no veía con claridad el beneficio a la caminata. De todas formas las jodidas monedas seguían sin aparecer. Así que; ni tabaco, ni autobús.
Echó a andar y montones de recuerdos empezaron a asaltardo.
-Niño, búscate un trabajo normal- Esta era una des las frases preferida de su padre.
Y es que, dedicarse a la música era (y es) un riesgo, y si la haces para que otros bailen, pasa a ser de “alto riesgo”. Para colmo, mi amigo El Peluca, no tuvo mucha suerte. Lo normal era que le faltara para el tabaco o el autobús; No para las dos cosas. A pesar de esto, seguía pensando que algo debió de cobrar por alguna actuación. No recordaba dónde fue, ni a cuánto repartieron una vez deducidos los inevitables gastos del transporte de instrumentos y representante artístico.
-Éstos sí que viven. Los cabrones se llevan una pasta por la cara. Si al menos representaran a alguien tendría sentido. Pero no, sólo se representan a ellos -masculló cabizbajo-. Llevaba muchos años en la profesión. Sabía que ni los músicos, ni sus familias, tenían algo que agradecer a este tipo de gente. Muy al contrario.
-Que los jodan. -concluyó.
Sin haberse dado apenas cuenta, llevaba andado un buen trecho. En pocos metros llegaría a la casa donde está el cabrón del perro que tanto interés parecía tenerle. No es que no le gustasen los animales, pero de ese peludo guardián de la vivienda, últimamente no se fiaba ni un pelo.
-Total, todo por una vomitona de nada -recordaba-. Todos tenemos derecho a sentirnos mal en algún momento. Sí, vale, -lo admitía- quizás fue un colocón pasado de revoluciones, pero esa circunstancia seguía sin dar derecho al chucho a querer  hincarle el diente. Uno no elige el momento en el que llegan las arcadas,  y que éstas se presentansen en el momento de pasar junto a la verja de la casa, no fue un acto premeditado. Sucedió así y punto. No entendía por qué el canino no se hacía cargo de esta circunstancia. El caso es que, a partir de ese día cada vez que pasaba por la puerta de la residencia, de no estar la verja de por medio, se hubiese llevado unos cuantos mordiscos. Bueno, para eso tendría que pillarlo primero; porque mi amigo corría que se las pelaba cuando la cosa se ponía fea. Al menos eso recuerdo cuando jugábamos a jinetes y caballos en la calle en la que nos criamos.
Pero la realidad es que, decididamente, había metido la pata al largar la pota en ese lugar. Siempre hubo buenas relaciones entre los dos. Esto tenía sus ventajas: Uno se ahorraba algún que otro ladrido y berrinche (que ya tenía bastante con los chiquillos que pasaban gritando por la puerta), y el otro podía sacar del buzón el periódico y ojearlo sin ser molestado. Era un acuerdo tácito que se mantuvo hasta el día de la vomitera. A partir de ahí, se rompió. Por parte del chucho, claro. 
Miedo. Claro que tenía miedo. Apostaría a que es más grande que él si se pone a dos patas. No obstante, había tomado una determinación: No variar el itinerario por mucho que se empeñe en ladrarle y amenazarle. Al menos intentaría mantener esta postura siempre que vea la puerta de barrotes bien cerrada. Si algún día no se da esta circunstancia, reconsiderará su decisión. Hubo suerte. Estaba cerrada.
-Adelante -suspiró-, diez pasos más y empieza la fiesta: uno, dos, tres... y diez.
Pero nada, no hubo ni un ruido, ni un ladrido, ni siquiera se veía al del rabo largo. Lo que le faltaba al día para ser genial: ni el peludo con cola le prestaba atención.
Cuando despertó en su casa no había nadie. Ni siquiera su hermano pequeño lo había desvelado varias veces con la música a todo volumen. -cosa que agradecía-. Estaba hasta los huevos de oír las canciones del tío ese que canta con la voz que parece que le sale del culo. Tampoco ningún colega lo había llamado para tomar algo. Mejor, ya estaba un poco harto de pedir fiado en el bar.
            No es que fuese un tipo muy sociable precisamente. Podía estar tranquilamente semanas sin dirigirle la palabra a alguien, incluidos sus compañeros de trabajo. Poco importaba el motivo. Podría ser a causa de una discusión banal, o que, por su cuenta y neuras, decidía que los demás estaban enfadados con él.  En su casa esto no era una novedad. Hablaba poco. Eso de dormir de día y trabajar de noche no ayudaba a tener una vida familiar y social intensa. Para mi colega, si no tenías un cuerpo bien formado y cruzado por seis cuerdas, las posibilidades de pertenecer a su grupo de amigos eran escasas. No obstante, mantenía buenas relaciones, cuando las tenía, con la gente cercana a él. Pero estar a gusto, lo que se dice estar a gusto, solo lo estaba con su guitarra.
            La guitarra ¿dónde la habría dejado? Sobre un escenario seguro, pero ni idea de en cúal. Confiaba en que alguno de sus colegas la hubiese guardado en el estuche. Si no fue así tendría que cambiarle las cuerdas y limpiarle las pastillas. La humedad no es buena compañía.
            -Al final la perderé y me joderé -se recriminó-. Una Fender Stratocarter del 68 no es pieza fácil de encontrar.   
Siguió su camino. Seguía extrañándole lo del perro, así que volvió sobre sus pasos hasta situarse justo en la mitad de la cancela. Desconfiaba, seguro que ahora sí lo estaba esperando y pagaría caro su osadía. Pero no, no hubo sobresalto. Aunque sí vio a su amigo. Ahora estaba junto a la escalera de entrada a la casa. Distraído. Para llamar su atención, decidió acercarse hasta tocar los hierros, pero, eso sí, en cuanto viese que movía un solo músculo de su cuerpo perruno, saldría pitando. La tocó, y nada, no hubo reacción. Al cabo de unos segundos el sabueso le miró a los ojos y, cuando tenía a punto las piernas para dar un salto hacia atrás, el can hizo tres movimientos: Levantó las orejas, movió la cabeza en un gesto que parecía de incredulidad, y se tendió a la sombra de una gran maceta que decoraba la escalinata. Por algún motivo que no acertaba a comprender no  pensaba dirigirle su gruñido. Al menos hoy.
            Perfecto –sonrió-, el día había comenzado genial. Sin reproches por haberse levantado tan tarde. Sin preguntas. Sin gritos. Sin saludos forzados… Sin ladridos. Silencio total. Esto era vida.
           -Nos hacemos viejos ¿eh amigo? Bueno -dijo mirando al perro con la esperanza de que la telepatía fuese una ciencia cierta-, siento lo que te haya podido ocurrir. Puede que algún capullo te haya dado una patada en los hocicos y ahora temes acercarte a la puerta. Lo siento de veras. He echado de menos tus ladridos. Quién sabe si en otro momento me darás ración doble. Estaré preparado. 
Volvió a meter la mano en su pantalón para buscar alguna moneda. Ahora con otra motivación: Comprar tabaco. Nada de autobús. Quería fumar. Sí. Se sentía bien. No notaba la dificultad al respirar que tanta angustia le ocasionaba. Para celebrar esta novedad se le antojó un cigarrillo. Pero fue inútil. No tenía ni un duro. Habrá que pedirle tabaco a algún colega. Si es que veia a alguno.

Reinició el camino de nuevo. No estaba muy seguro de saber exactamente hacia dónde se dirigía, pero eso no le impedía seguir andando; no estaba cansado. Concluyó que, fuese lo que fuese lo que se metió o fumó la noche anterior, era de una excelente calidad.
Había experimentado esa sensación de bienestar anteriormente. Siempre recordará la primera vez que tuvo una guitarra entre sus manos: una Hoffnner con doble pastilla, palanca de vibrador, y decorada con piezas de nácar blanco. Recordó que pesaba un montón -eso le hizo, en un acto reflejo, llevarse la mano al hombro-, pero eso no importaba. Con ella tocaría canciones de Hendrix. Serían sus manos quienes arrancarían a la guitarra esas notas tan grabadas en su memoria. Podría poner un cigarro en el clavijero de la guitarra -entre las cuerdas-, bajar la cabeza, dejar que el pelo le cubriese la cara, y... tocar. Tocar sin importarle el tiempo ni el mundo. Qué tiempos aquellos. Luego llegó la compra de su Fender Stratocarter, y el sueño se cumplió: La misma guitarra que Jimi.
El sonido de un tipo de música que reconocía perfectamente, lo devolvió a la realidad.
-Vaya mierda -protestó.
            Sin embargo, todo adquiría sentido. Comenzaban a verse las indicaciones del camino hacia la feria. ¡Tenía que ir a trabajar!, lo malo era recordar dónde. Son muchos los lugares que hay allí para actuar. Y, por si fuera poco, todos casi iguales. De todas formas ya se acordaría. O miraría los carteles de los grupos y artistas. Su cara estaría en alguno de ellos. Lo que desde luego no iba ha hacer era preguntarle a algún colega dónde actuaba. Eso sería como delatarse de un mal colocón, y hasta ahí podríamos llegar. No. Evitaría, mientras buscaba su escenario, cualquier conocido de profesión.
Miró su reloj. No tanto para saber la hora, sino para ratificar que éste seguía parado. Las cuatro y diez. La misma hora de hace un montón de horas. Confiaba en que no hubiese sido hoy el almuerzo para los ancianos. Si resulta que ha vuelto a faltar a una actuación, sus compañeros estarán con un mosqueo del copón.  
Nunca le gustaron esos actos. No veía la bondad de ese acto, que consistía en llevar a esa pobre gente a la feria, bajo un sol de justicia, para darles una comida y actuaciones insufribles. Más tarde la orquesta interpreta algunos pasodobles para que bailen un poco. Así, entre las dos y las ocho de la tarde entretienen a los viejecitos, y después; al autobús y para la residencia. Se preguntaba porqué no los llevan por la noche cuando la caseta esta realmente animada y hay actuaciones bonitas. Conocía la respuesta: A esas horas no son rentables. Estorban más que consumen. Así que, para acallar conciencias, se inventan eso del almuerzo para los mayores y los meten en una caseta a cuarenta grados a la sombra.
-Decididamente, esto de llegar a la tercera edad, al menos en este puto país, y sin una perra gorda; es una mierda -sentenció.  
Andaba ya metido en el centro de la ciudad, dirección  al recinto ferial. Había mucha animación. La música salía a toda pastilla por la boca de los bares.  Bautizó a la calle por donde caminaba como: “Calle de la mediocridad”. En honor a la calidad de la música que por la misma sonaba. Al recorrerla se felicitó por su acierto en la elección del nombre. Sólo disfrutó, un poco, con lo que oía en la mitad del trayecto de un bar a otro. Ahí, en medio de ese follón, no tenía más remedio que sonreír. Si una canción ya era mala, cuando se fundía con otra de igual calidad o peor, el resultado era un desastre total. Lo malo es que con esos desastres había quien ganaba una pasta gansa. Con un título adecuado, tipo: “El salto del pato”, y una buena difusión de la canción, nos la colocaban como la canción del verano y todo quisque a bailar haciendo: “cua, cua”.
Se iba acercando. Supuso que serían cerca de las once. A esas horas suele haber menos gente y las familias aprovechan para darse un paseo con los pequeños por la zona de los carricoches. Es lógico, más tarde se está demasiado apretujado y la cosa se pone un poco más peligrosa para los críos. Aún tenía tiempo de dar una vuelta por las casetas. Vería qué hay por ellas. De paso buscaría la suya.
Claro que recordaba cosas: un escenario, las mesas, la barra, las banderitas, las bolas colgando, las rejas en la fachada... ¿Hay alguna caseta de feria que no tenga todo eso? 
-¡Las doce menos cuarto! ¡Rápido que perdemos el autobús! -se decían una pareja de adolescentes que iban cogidos de la mano y corriendo.
Doce menos cuarto dijo la chica. No tenía mucho tiempo para paseitos. Estaba claro que entre sus capacidades, tampoco estaba la del cálculo horario. Había que buscar la caseta rápido, el primer pase se solía hacer sobre las doce y media.
No había muchos carteles de las orquestas que actuaban, esto le facilitó la tarea. Hubo suerte. En la avenida central del recinto ferial desaparecieron sus  temores: La caseta de la Agrupación de Comerciantes anunciaba la actuación de su grupo durante todos los días de festejos.
-Ahora recuerdo. A buenas horas mangas verdes. Sí, aquí es -dijo un tanto aliviado-.
 Entró a la caseta. Había algunas familias consumiendo.. Las chiquillas vestidas de gitanas bailaban rumbas en la pista. Los chicos daban saltos entre las sillas y las mesas. Nada cambia.
Sobre el escenario aún no había nadie. Aunque a estas horas ya deberían de andar preparando todo el equipo de sonido.
 Se dirigió al entarimado. Al pasar junto a la barra dio las buenas noches. En esos instantes sólo estaba el encargado del bar. Estos personajes, a pesar de no tener nada que ver en la contratación, someten a la orquesta a un estrecho marcaje. Su relación con los músicos (sin ser explícita, claro está), se basa en los siguientes puntos:
1. Negociar el número de consumiciones por músico y noche. Aceptando todo aquello que sea igual o menor de dos, y mostrándose intransigente en cualquier otro guarismo.
2. Cuando lleguen a la barra, después de hacer un pase, atenderlos en último lugar (si se tienen que ir a cantar con la boca seca, mejor).
3. Impedir, por todos los medios a su alcance, que los músicos vean las botellas de güisqui.
4. Si es posible, ahorrarse darles de cenar.
5. Quejarse amargamente, noche tras noche, sobre lo mal que va en negocio.
Por tanto, no le extrañó que no respondiera a su saludo.
Cuando subió al escenario comprobó que su guitarra estaba depositada en su funda. Los pedales de efectos estaban recogidos. Los cables liados y ordenados. El micrófono en su funda y el amplificador tapado. Todo muy bien recogido y desplazado hacia el fondo del escenario. Sin duda había habido actuación de alguna academia de baile. La necesidad de espacio obliga a arrinconar, también por este motivo, a los músicos y sus instrumentos. Sacó la guitarra, conectó los pedales (reverb, distorsión, y phase), puso su micrófono y esperó.
Mientras, se dedicó a acompañar a la música que sonaba por la megafonía de la barra. Es un buen ejercicio que solía hacer cada vez que tenía oportunidad de ello. Se trata de buscar la tonalidad de la canción que suena y, sobre ella, se va improvisando. Algunas veces no se llega a sacar, en limpio, ni un solo acorde. Pero eso tiene fácil explicación: las revoluciones del disco pueden dar una afinación extraña y no se llega a percibir con claridad la tonalidad.
En ese ejercicio de oído estaba, cuando reparó en que había equipo de más sobre el escenario. 
-Parece que esta noche tenemos algún artista invitado. Mejor, más descanso -se dijo.
Si al  menos hubiese visto una batería... Pero no, ya casi ninguna orquesta lleva  batería. Fueron los primeros en caer bajo las garras de las cajas de ritmos (a los bajistas les tocó el dudoso honor de ser los segundos). Actualmente los grupos son, como máximo, de tres: voz, voz y voz. Los instrumentos ya casi nadie los toca. La música, con todos los arreglos incluidos y en versión original, se obtiene a través de Internet. Sólo hay que ponerle la voz. A pesar de eso, hay quien la graba porque dice que la feria quema mucho. Lo hacen y presumen que la gente no se da cuenta. A estas alturas él mismo estaba convencido, por mucho que le pesara, de que eso era cierto.
En su grupo aún mantenían instrumentos en directo. Recordó algo que dijo el día que casi se retira de esto de la música: “Prefiero no cobrar, y hacer la música que me gusta. A que me paguen por hacer como el que toco la música que no me gusta”. Luego incumplió su máxima, y tragó como tantos de sus compañeros.
-En qué tonalidad lleváis esta canción -dijo alguien sobre el escenario.
Esa voz le sacó de sus improvisaciones y reflexiones. Vio que el resto del grupo ya estaba sobre el escenario desenfundando los instrumentos y altavoces. 
            -¿En qué tonalidad?-estas palabras resonaron en su cabeza-. Y qué más da. Tenemos el disquete con el arreglo original. Tú mueve la mano y punto -pensó en decirle esto al invitado sobre el escenario que preguntaba-.  No lo hizo. Decidió bajarse al camerino. Creyó recordar que allí dejó algo que había comprado a unos colegas fiables.
Conocía a esa gente de vista, de otras verbenas y de comprarle algunas cosillas, nada importante, sólo una pequeña ayuda, lo justo para soportar la noche.
-Ojalá el público fuese algo más exigente -pensaba-. Tendríamos que seguir tocando en vivo, y eso me colocaría en la onda. Así es más fácil pasar de malos rollos. Un par de cubatas y algunas caladas serían suficientes. El sonido y el ritmo harían el resto. Pero... ahora qué. Le das al botoncito de play y empieza a sonar hasta las maracas de Machín. Sólo tienes que limitarte a poner cara de niño guapo (que ya es difícil en mi caso), y mover la manita por las cuerdas: hacia arriba y hacia abajo. Una mierda.
En el camerino no encontró nada, ni tabaco, ni otros productos de ayuda. Nada de nada. El traje, igual que el de sus compañeros, estaba en la percha colgado. Decidió cambiarse para ir ganando tiempo.
El sonido del escenario llegaba con nitidez al camerino... “unodos, unodos, probando, probando, unodos”.
-Más eco, dale un poco de más eco -gritaba desde el camerino al tiempo que se desesperaba-. Nada, ni se enteran.
 De pronto... tres metales, dos percusionistas, un bajista, un batería y un teclista, empiezan a tocar
-Quién diría que sólo hay tres músicos en el escenario, y sin tocar. El disquete está en perfecto estado -sonreía-. Ahora chicos ya podéis bajar y disfrazaros de músicos. Yo iré a la barra a tomarme algo fuerte. Quizá tome mis dos consumiciones seguidas  para soportar todo lo que me queda por delante -su voz había quedado apagada por el sonido de la música.
La noche, ni buena ni mala, ni todo lo contrario. Como otras tantas en feria: caras serias, y ni un cruce de palabras. Se arrepintió de no haberse acercado a la barra para agotar su cupo de alcohol.
-Estaba seguro de que había sido el almuerzo de los abueletes. Por eso están enfadados -cavilaba. Me estarán poniendo bien por haber faltado al piscolabis. Hay que ser idiotas. Coño, si la mayoría de los pasodobles que supuestamente interpretamos ni los conozco. En fin, dicen que pagan por tres, y quieren ver al trío completo sobre el escenario. ¿Pensarían que igual tampoco vendría esta noche? Pues a ver quien paga al nuevo. Yo desde luego no. No pienso darle ni un duro, al menos de la parte que me corresponda. Ya es bastante arrastrarse, por el precio que lo hacemos, como para encima tener que repartir con otro; de eso nada. ¿Sabéis qué os digo? -les dedicó este pensamiento-, paso de vuestras reuniones de viejas criticonas. En los descansos me iré a pasear por el real. Hasta dentro de tres cuartos de hora.
Una vez en la calle, rodeado de cientos de personas a las que tenía que esquivar para no darse de narices con ellas, no supo realmente qué fue peor: Si haberse acercado a ellos y aguantar el chaparrón, o darse el paseo-tortura que estaba haciendo. Lo de siempre: borrachos, gente joven corriendo y atropellando, matrimonios que discutían, policía con cara de miedo, operarios de limpieza que no daban abasto y... violencia, mucha violencia contenida, y presta a saltar a las primeras de cambio. ¿Las ferias no están para divertirse?
-Diez minutos. En diez minutos, que tendría que calcular, otra vez a hacer el paripé sobre el escenario -se dijo mientras se dirigía a la caseta.
Aún no había nadie sobre el escenario. Tenía ganas de tocar y decidió, a pesar de que esto generaba alguna que otra mirada inquisidora por parte de los que pudiesen estar bailando, acompañar a la música que en esos momentos sonaba en la caseta. Hoy era su día. Sus aportaciones en lugar de sonar extrañas, complementaban y ofrecían toques de calidad, según su apreciación, a las canciones que acompañaba. Por tanto, no había lugar a miradas reprobatorias.
Al poco llegaron sus compañeros. Ni ellos le decían nada, ni él preguntaba. Nuevo disquete al teclado. Los últimos éxitos sonando. Los músicos fingiendo. La gente bailando. El encargado protestando. Los descansos paseando y... Por fin, se acabó la noche. No sabía qué hora era -su reloj seguía marcando las cuatro y diez-. Así que recogió sus cosas y se bajó del entarimado.
- ¿A qué hora nos vemos mañana? -preguntó el invitado de la noche.
- A las doce y cuarto.
- Bien, hasta mañana.
- Hasta mañana.
 Este cruce de palabras le facilitó toda la información que necesitaba. No tenía ganas de aguantar monsergas, así que mi amigo, también dio media vuelta y tomó el camino de regreso sin esperar a que sus compañeros terminaran de recoger los instrumentos. Entraban, de nuevo, es ese periodo de incomunicación que tan floja se la traía. Cuando quisieran algo de él, ya se lo dirían. 
 Caminaría otra vez. No, no iba a buscar monedas en su saquillo, ya sabía que no hallaría ninguna.
-Caminar, eso es bueno para la salud -se dio ánimos-. Mañana seguramente nos pagarán algo. Al menos a mí tendrán que hacerlo. Realizar el camino más de tres veces andando me parece mucha tela.
Mientras se alejaba del recinto ferial, alcanzó a oír de una de las últimas casetas una voz que decía: “Seguidamente, para todos ustedes interpretaremos la canción...”
-Una mierda, vais a interpretar vosotros -pensó indignado.
De pronto... tres metales, dos percusionistas, un bajista, un batería y un teclista empiezan a tocar. Quién diría que sobre el escenario sólo hay dos personas, y sin puñetera idea de música. “Tum tactactactac tum...”, la misma canción, la misma tonalidad, los mismos instrumentos. El mismo disquete
Caminaba. Empezó a recordar aquella actuación. ¿Cuándo fue? ¿Ayer? ¿Hace un mes? ¿Un año? No lo tenía muy claro, pero sí recordaba cosas: El día no empezó bien. Tenían que montar el equipo para actuar en una feria, y se encontraba fastidiado. La bronquitis crónica que le había regalado el tabaco lo estaba jodiendo de lo lindo.
La noche fue larga, muy larga. Sólo se suavizó después de muchos cubatas (todos pagados de su bolsillo, menos dos), y un par de gramos de ayuda. Eso sí estuvo bien. Pero desgraciadamente para él, ni el alcohol, ni la ayuda extra, aportaban más oxígeno a sus pulmones. Esa noche el micrófono le sirvió de adorno; decidió que prefería mantener la consciencia en lugar de estar berreando: “salta, salta, salta, salta, salta sin pararrrrrrr...”
Sin embargo, en una canción que tuvo la oportunidad de hacer algunas improvisaciones, ya en el último pase de la noche, fue tal la liberación que se sintió acompañado en el escenario del mismísimo Hendryx.  Fue fantástico. Eso sí era flotar. Realmente un momento mágico. Hasta le dolían los dedos de tanto recorrido por el mástil, de tantas escalas, de tanto tirar de las cuerdas. Uf. Siguió caminando.
-La verja cerrada. No podía ser de otra forma con la hora que debe ser -se dijo-. Diez pasos, diez pasos y empezará la fiesta: uno dos, tres... y diez. Nada.
            Se acercó al enrejado. El periódico del día aún estaba en el buzón. Lo cogió y lo agitó para llamar la atención del perro.
-Sé que estas ahí, veo tus ojos brillar dentro de la caseta -decía mientras hacía esfuerzos por distinguir la silueta del animal.
 Aquel asomó la cabeza, y él se dispuso a salir corriendo. Pero el podenco sólo se limitó a estirarse un poco, luego dio marcha atrás y se perdió en la oscuridad de su morada.
-Joder. Qué te habrán hecho -se preguntaba-. Bueno, confío en que mañana me des mi ración de ladridos. Dudó sobre si llevarse el diario a su casa o no. No lo hizo. Lo arrojó al jardín y continuó su camino. Tenía la extraña sensación de no tener muy claro hacia dónde dirigirse.
Como si de un juego se tratara, el de las orejas largas y colmillos afilados salió a recoger el periódico. Se lo llevó a su garito y se recostó sobre el papel.  Su postura no impedía leer una nota de última hora que figuraba en un rincón de página: “La pasada madrugada falleció un músico en nuestra feria, al sufrir una parada cardio respiratoria"

2 comentarios:

  1. ME PARECE QUE ESE ERA YO. SALUDOS.

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  2. A través de tus palabras, me he visto acompañando al "Peluca"....una curiosa historia donde se refleja el mundo real....
    Enhorabuena!!! ¿Para cuando el libro? Del blog al libro, tal y como escribe sólo un pequeño paso...
    Beun fin de semana.

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