lunes, 19 de septiembre de 2011

POBRE CANELO

         Uno se encuentra ya en esa franja de edad en la que asistir a comuniones y a sepelios se reparten al cincuenta por ciento en el cómputo anual. Así que, para no romper con la norma, este año ya he asistido a un entierro y tengo confirmada la asistencia a una comunión. En la celebración de esta última, seguro que nos tocarán dos menús de adultos que se comerán los niños, y dos menús de niños que nos comeremos los adultos, porque si no, los tengo que llevar, antes de que llegue la tarta, “almasdona”. Los míos, con dos escalopitos con patatas no tienen ni para empezar.
            Pero volvamos al asunto. Salvo que uno sea el protagonista, todas las comuniones son parecidas, y todos los entierros son iguales. Sin embargo, algunas veces un hecho extraño rompe con lo habitual.  Y eso justamente sucedió durante el sepelio al que asistí hace unos días. Concretamente sucedió durante la misa. Aunque, anteriormente en la sala donde se velaba a la fallecida ya hizo acto de presencia el protagonista de esta historia. Pero fue en el oratorio, durante el oficio religioso cuando reparé con más detenimiento sobre él.
Era (es), uno de esos perros que nacen con el nombre puesto. Sin duda alguna es un perro callejero, pero si alguna vez tuvo dueño -si es que alguien puede ser dueño de algo-, se me hace muy difícil pensar que no lo llamara Canelo. Supongo que puedo ahorrarme la explicación del por qué del nombre.
El caso es que Canelo llegó el último a la capilla y se instaló bajo el sexto banco a la derecha del Cristo crucificado que la presidía. Al principio permaneció en una postura recostada, pero para cuando el oficiante nos permitió sentarnos, él ya estaba completamente tendido y disfrutando el fresquito del suelo. Permaneció inalterable a pesar de las indicaciones del sacerdote.
-De píe.
-De eso nada -pensaría.
-Pueden sentarse
-Ni hablar de eso, mejor tendido.
Créanme si les digo, que el único movimiento apreciable que realizó, fue con sus orejas, además, en extraña coincidencia con las peticiones de piedad que se realizan durante el ritual religioso. La verdad, me pareció un acto de atención muy significativo, teniendo en cuenta el concepto que deben de tener los canes sobre la piedad que gastamos los humanos.
Excepto la nimia cuestión de la postura, tengo que reconocer que Canelo, tuvo una conducta de verdadero feligrés. Mejor aún que muchos de los que allí estábamos. No dio una sola muestra de inquietud, ni hizo el mínimo ruido. Cuando empezamos a desalojar la capilla, una vez terminada la misa, deliberadamente retrasé mi salida para poder observarlo de cerca. Estaba tan relajado que casi ni se entera de que se quedaba solo, pero, justo antes de que me retirara levantó la cabeza. Con un lento movimiento de cuello confirmó que, ni de pié, ni sentado y, ni mucho menos tendido, allí quedaba alguien que no fuese él, y un tipo con cara de besugo que se había tirado todo el rato observándole.
Supuse que aprovecharía el siguiente funeral para continuar tendido al fresquito. No fue así. Cuando me disponía a salir, casi por debajo de mis piernas, apareció la figura bajita y regordeta de mi amigo Canelo, quien a los pocos metros, y perfectamente situado entre el sol y la sombra, rendía respeto a las comitivas. El hecho de tener el maxilar inferior en posición más salida que el superior le daba cierto aire de superioridad. Paseaba la mirada despacio. Ahora era él quien observaba. Una mirada tranquila, aunque triste. Quizá lleve demasiado tiempo frecuentando el cementerio y esto le haya marcado.
Mientras me alejaba oí que alguien dijo: mira que perrito, qué lástima. Entonces, por última vez, me volví y comprobé que Canelo centraba su  mirada. Primero en una bandada de gaviotas que, dirección al mar, regresaban  del vertedero de basura. De comer. Luego en un grupo de adolescentes que, con los cascos de la moto en la mano, lloraban la pérdida de uno de sus amigos en accidente de tráfico.
El chucho se rascó la oreja, dio media vuelta moviendo el rabo como si me dijese adiós, y se volvió a meter en la capilla.
Pobre Canelo -me dije.
Vaya mierda -pensaría él.

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