martes, 31 de enero de 2023

LA MALETA

     La maleta apareció en el anden. Nadie la reclamó nunca. Ella perdió una que nadie le devolvió jamás. La valija sin ella no tenía sentido y ella sin su equipaje tampoco. 

    Hubiese querido coger, a toda prisa, lo que pudiera y depositarlo en aquel cofre de piel gastada que había heredado de un vecino que alguien dejó en la basura el día que se lo llevaron para el entierro.

     La maleta olía a cuero curtido, a pegamento de zapatero y a miseria. Sin duda había arrastrado mucha durante años por quién sabe dónde. 

    El caso es que ella la recogió, se santiguó al ver pasar el cortejo fúnebre y, para sí, dío las gracias al muerto por aquella vieja maleta que, suponía, le iba a salvar de la miserable vida que estaba viviendo. Así que la llenó de nada y la cerró. Tomó las casi ningunas monedas que había podido ahorrar de su comida en los últimos seis meses y se marchó. Al salir ni cerró la puerta. 

    Al llegar a la estación, allí estaba él. Buscándola. Estaba claro que no la iba a dejar ir, tal y como le había dicho tantas y noches en alternancia entre palizas y ramos de rosas. Esta iba a ser la última vez -repetía una y mil veces-, que le demostraría cuanto la quería, y que hacía lo que hacía, porque estaba locamente enamorado de ella. Y también lo estaría de los hijos que tendrían. Quisiera ella o no. 

    El pánico le hizo soltar ese bolso recién adoptado y echar a correr hacia la casa que acababa de abandonar. Luego se dispuso a esperar a que llegara y quizá la dejara en paz. Al menos unas horas. 

    Así ocurrió. Al llegar a la casa el hombre que le había robado la vida, la dignidad, la autoestima, la familia... No le dijo nada. Tampoco la tocó, a pesar de pasar junto a ella. Y así pasaron muchos días, y nunca más fue agredida, insultada, vejada o violada.

    Asistió al deterioro de ese hombre que, día tras día, seguía saliendo a buscar algo que ella no alcanzaba a imaginar. Hasta que dejó de hacerlo. Los años le dieron su merecido. Y ella asistió a todo ese decrépito proceso sin inmutarse. 

    Cuando los vecinos llamaron a los servicios sociales para que se llevaran el cadáver, que suponían por el olor, habría en la casa. Ella se decidió a salir a la calle y ser feliz. Sin embargo, comenzó a sentir un ahogo insoportable. El olor a cuero putrefacto la impregnaba y le faltaba el aire. 

    En ese instante fue consciente de que nunca saldría de esa maleta almacenada en un mugriento almacén de estación. 

                                                                Luis Navajas 

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