Una de las grandes lecciones que me dieron en política -aparte
de la constatación diaria de la honestidad y capacidad de trabajo de la gran
mayoría de los cargos electos que he conocido-, me la ofreció un vendedor de un
producto comercial.
Ustedes saben, que los colectivos, las
empresas, etc., suelen realizar jornadas formativas en las que se pretenden
encontrar, o dar a conocer, nuevos productos o nuevas técnicas de ventas. En
política se hace lo mismo. De vez en cuando se organizan jornadas para ir
formando en la difícil tarea del servicio público.
Pues bien, estaba yo
en unas jornadas de esas, cuando al cabo de más de 2 horas, abandoné la sala de
conferencias para ir al baño. Como suele ocurrir, éste estaba al fondo -sólo
que en lugar de a la derecha, en aquél espacio era a la izquierda. Pero el
pasillo era largo eh? Al volver, me fijé
en que en un espacio que estaba más allá del que nosotros estábamos ocupando,
había movimiento de personas y un gran cartel que anunciaba algo sobre el
producto en cuestión.
El caso es que, a aquellas jornadas a las que yo asistía, y
en las casi 3 horas en las que ya llevaba, no había sacado gran cosa en claro;
no digo que las jornadas fuesen malas, pero yo no había obtenido nada
interesante. Total, ante este panorama decidí curiosear a ver qué era aquello
que con gran énfasis proclamaba, micrófono en mano, aquel vendedor. Y, tal como
me temía, era una reunión en la que se buscaban distribuidores de aquel
producto.
Una vez que comprobé el motivo de aquella reunión, me
disponía a volver a mi sala de reuniones, cuando oigo al señor que dirigía todo
aquello decir: “Pero tened muy presente
lo que os digo (ahí me picó un poco más la curiosidad y aguanté en la
puerta para conocer aquello que ya me intrigaba): ¿Qué creéis que motivará a la gente para adquirir este producto? ¿Qué
recordarán de nosotros? Y él mismo se contestaba: “La gente no recordará lo que le decíamos cuando estábamos con ella”.
“Tampoco recordará ni nuestro nombre, ni lo que hacíamos mientras estábamos con
ella”. “Lo que la gente recordará, es
cómo se sentía cuando estaba con nosotros”.
Desde luego las cosas se pueden decir más alto, pero no más
claras. Así que me dirigí a la sala en la que llevaba toda la mañana intentando
aprender algo, recogí mis cosas y me fui a otros menesteres. Ese vendedor, que
por su forma de dirigir aquella reunión, parecía más un predicador que un
comercial, me había dado la gran lección política del día.
Y es que, como decía mi amigo “El
Pulgui”, y sin ánimo de ofender: “Aquí el
más tonto hace relojes de madera, y además les funcionan”.
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