Quién me iba a decir que
asistiría a una fiesta privada en casa de un millonario. Bueno, a mí me invitó
un amigo del acaudalado, pero eso no le quita categoría a la cosa. La
invitación exigía, traje de noche o cóctel a las señoras, y esmoquin o traje
negro a los caballeros. Toma ya. Como al único esmoquin que tuve en mi vida -porque
así lo exigía la orquesta en la que trabajaba-, le perdí la pista hace muchos años, me puse un traje negro y corbata. Cometí un pecadillo y
me puse una camisa de mangas cortas en lugar de la manga larga. Pensé que con
tanto protocolo no me quitaría la chaqueta en toda la noche. Así fue. Solo me
quité la corbata, y fue justo después de ver al anfitrión, ya de muy madrugada,
bailando una rumba con posturas inconfesables. Así que me dije; el protocolo ya
se ha ido a la mierda; fuera corbata. Aun así, fui de los pocos que osó
romperlo. Mi cuñao también se quitó la pajarita (joder,
ahora que lo pienso, mi cuñao con una pajarita? Eso sí que da para un buen
artículo). Sigo.
Dejen que les diga que no vayan a ver
este artículo como una crítica a alguien que tiene mucha, y por lo que dicen,
mucha pasta de verdad. Todo lo contrario. Cuando nos presentaron y nos
saludamos, resultó ser una persona amable y educada. Así que, una vez cumplimentado
el saludo al responsable de todo aquel cotarro, me dispuse a disfrutar de la
fiesta. La noche contó con todos los ingredientes dignos de un fiestuqui de
alto postín que se precie: Catering, barras con bebidas de calidad, canapés,
camareros, champán francés...
En fin, además de todo eso, había un
trío de jazz y un grupito de flamenquito, muy buenos ambos. Una mansión
moderna que dicen costó una millonada y un garaje con cinco piezas de esas
marcas que estás pensando. Sí, de todos ellos había una representación. Además,
aunque no quisieras bajar al garaje para verlos; los verías, porque éste estaba
estratégicamente ubicado justo al lado del servicio que había que usar para los
invitados. Así que aunque solo bajaras con ganas de mear, subirías con un
mosqueo de la hostia. Y además, como todos, pensando el coche que te llevarías.
Un mojón te ibas a llevar. Solo el seguro de cualquiera de ellos vale más que
el coche que me quiero comprar ahora.
La casa, que en otros años se
organizaban visitas guiadas con los decoradores de la misma, estaba cerrada a
cal y canto. En todas partes cuecen habas y, por lo visto, algún año anterior
alguien muy bien vestido se había llevado algo que, intuyo, valdría una pasta.
Pero por fuera se veía una casa muy bien y muy caramente, decorada. La piscina
la habían cubierto y habilitado como pista de baile. Yo solo la pisé un poco
para sentirme como aquél que pudo caminar sobre las aguas. Luego volví
a lo que me interesaba; asaltar a los camareros de los canapés y mantener mi copa
llena de champán. Gratis total. Solo había que pagar una contrapartida al propietario:
Mantenerse en silencio mientras daba la bienvenida y ofrecía su discurso. Sí,
por lo visto le gusta dar una charla en esas fiestas. Y, no crean, que no
estuvo mal. Agradecí que no fuese un discurso de esos que terminan hablando de
política, economía o de que hay que currar mucho en esta vida para ser
millonario. El discurso de este año lo había dedicado a hablar sobre el Orient
Express. No dijo nada que yo ya no hubiese visto en las pelis de mis años
mozos, pero estuvo bien, y salió casi perfecto. Digo casi, porque, además de
todo lo que les he dicho que allí había, añadan que también hubo: fotógrafos,
presentadores, seguridad, drones que tomaban vistas de la velada (a mí creo que
me pillaron una vez con el dedo en la nariz, joder), y… fuegos artificiales. Y estos
últimos fueron los responsables de que la perfección se quedara en casi. Por lo
visto, al nombrar la ciudad de Estambul, que es el destino del tren inaugurado
en 1883, era cuando el discurso se había terminado y los cohetes hacían su
aparición. Pero por motivos que no nos explicaron (menos mal), la palabra Estambul
salió cuando aún faltaba parte del discurso. Y claro… se formó la de dios. El
anfitrión gritando que se callaran los cohetes y el cohetero, ni caso. Cuando
se acabaron los tronidos ser reanudó el discurso. Y esto fue paradójico, poco
antes me enteré del intento de golpe de estado en Turquía. Así que no vi tan
fuera de lugar los “disparos”, toda vez de lo que habría formado en las calles
de esa ciudad.
Y en esas transcurrió la noche, entre
canapés, alcohol de muy buena calidad, música, gente bien vestida, y unas
vistas privilegiadas sobre el mar. Con mi agradecimiento, muy de madrugada, di
por concluida la noche y me volví a mi casa. Y al llegar a ella reflexioné
sobre lo acaecido esa noche.
En mi casa, no había ni seguridad, ni
piscina, ni garaje con vehículos de lujo, ni catering, ni camareros, ni músicos
(bueno, solo yo), ni cohetes…nada. Silencio. Y lo agradecí.
No les voy a contar, por muy cierto
que sea, eso de que “No es más rico, quien más tiene; sino quien menos necesita”.
Ni tampoco les diré eso de que “Era tan pobre, tan pobre, que solo tenía dinero”.
No. No sería justo por mi parte hacer una crítica a alguien que abre las
puertas de su casa a un grupo de amigos, y de amigos de sus amigos. En este caso solo me queda mostrar mi
agradecimiento y, de paso, esperar que el año que viene también me invite
aunque sea de reserva.
Quizá cualquier día, en justa
correspondencia, igual lo invito a picar algo en mi casa. No tendrá que venir
en smoking, ni observar un protocolo riguroso; bastará con el decoro exigido
socialmente. Habrá música, comida y bebidas (de ofertas, eso sí). Además, cuando vaya a mear, no
tendrá que ver mi coche de 23 años. Y, por supuesto, no tendrá que aguantarme
ningún discurso ni oír ruidos de cohetes.
Aunque bien pensado, igual me preparo
algo a través de la Wikipedia para el discurso, y lo de los cohetes lo soluciono poniendo, entre plato de papas y plato de queso,
unas cazuelitas de garbanzos.
Veremos.
Felicidades por tu escrito. Hacia tiempo que no me reía tanto. Espero que sigas haciéndolo con ese toque de humor. Gracias por compartirlo
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